martes, 7 de agosto de 2007

Bergman y Antonioni

Murieron dos grandes del cine. Nunca me gustaron demasiado, pero para los que no leyeron el Página del domingo subo algunas despedidas.

El golpe de la letra en la pantalla

Por Luis Chitarroni

“Se lo oye teclear detrás de la pantalla”, me dijo Ricardo Zelarayán hace ya muchos años. Yo llevaba un ejemplar de Cuadernos de Mr. Crusoe con el guión de Persona, creo; no fue necesario que coincidiera con él. Ahora es necesario reafirmarlo: cierto, se lo oye teclear porque Bergman era también un gran escritor. Dicho a espaldas de su malhadada reputación de director genial por legiones de arribistas, pimpollos de crocante ignorancia, maniqueos enfermizos que confunden la introspección despiadada y reflexiva con un despilfarro de angustia del que nos salvan hoy, luminosa decrepitud, los efectos especiales.
Ignorante también soy –argentino Daneri– y nunca tuve paciencia ni paladar para los primeros films de Bergman, sobre los que leí interpretaciones y escuché homenajes (Robert Duncan, Scott Walker) de hombres de generaciones más despiertas. Creo que la historia para mí empieza con Persona, como dije, aunque la cronología no me asista. Y, máscaras aparte, es obvia, obtusamente personal.
De Bergman me gusta el sueco que no entiendo y que el doblaje me hace creer el idioma comprensible de una estación próxima: parada turística del abismo con significación, profundidad sin énfasis profundiota (Feiling dixit); el silencio pese al tecleo de la máquina, el silencio de fondo, como si hubiera un fondo silencioso de la vida en el que uno pudiera ponerse a pensar aisladamente sobre la experiencia vital: el aburrimiento de vivir, la tragedia de ser (y a la vez una sombra propia o de él proyectada sobre el blanco móvil o quieto de la pantalla). Me gustan las mujeres: sus mujeres a lo largo del cine (no tan suyas porque uno les iba robando superficie, robando planos, apropiándonos de esas partes para quererlas más), sobre todo Ingrid Thulin, una especie de silogismo sobre la voluptuosidad escandinava para uso adúltero, y la Lena Olin de Después del ensayo, de belleza casi local: sol de invierno obstruido por la carne que primero nos llega, que primero nos toca.
Del gran narrador, la madurez de la voz para distintas inflexiones que no intentan ocultar la quintaesencia del ibsenismo (acuérdense de Shaw). La gravedad del pecado para dejar caer a sus anchas una historia aparte, trazada esencialmente a partir de sílabas que son esquirlas bíblicas de la pérdida de sentido general. La ida y vuelta con cámara de eco escéptico de Escenas de la vida conyugal. La ronda y los milagros de aparición y desaparición de Fanny y Alexander. La elegancia de ese chico antílope, el miedo ante la muerte del padre, la cama de la muerte, el abrazo de backstage del demiurgo después.
Sí, una historia obvia de amor. Nada importante que decir, ninguna observación que aporte algo a la estética o a la historia del cine: una carta a ciegas, una carta a tientas...
(Antes de firmar, me da remordimientos la impudicia, me hace sentir que la admiración es un pecado capital al que se olvidaron de ponerle número.)


Imágenes interesantes

Por Carlos Gamerro

A primera vista, El huevo de la serpiente puede parecer un film atípico de Bergman: producido por Dino de Laurentiis, hablado en inglés y filmado en Alemania, ocupándose de “grandes temas” como el nacimiento del nazismo, protagonizado por un David Carradine que sugiere un Kwai Chang Caine que de tanto caminar llegó a la República de Weimar... Uno creería haberse equivocado de película hasta que aparece Liv Ullmann y respiramos tranquilos. La historia se centra en los padecimientos de Rosenberg/Carradine, sobre cuya cabeza llueven más infortunios que sobre la del proverbial Cándido, hasta que se descubre protagonista de una versión nazi de The Truman Show... El doctor Vergerus conduce en forma clandestina una serie de experimentos con seres humanos que filma concienzudamente y, sobre el final de la película, exhibe ante el azorado Rosenberg. De todos ellos, el más memorable es el “experimento de resistencia” de una enfermera (“una mujer completamente normal, bastante inteligente”) a la cual encierran en una habitación con un bebé que, por un daño cerebral, nunca para de llorar. A las doce horas todavía es dueña de sí misma; a las veinticuatro concibe la idea de matar al pequeño demonio berreante; algo que finalmente hará seis horas más tarde. Aunque la comicidad no era su fuerte, Bergman sabía que, para ser perfecto, el horror debe tener, como los chistes, un remate: estamos todavía transidos de horror por el abominable acto cuando el doctor agrega, circunspecto: “Una notable resistencia”. Esas tres palabras nos dan vuelta como un guante, revierten sobre nosotros la condena moral a medias formada en nuestra mente (¿y cuánto te creés que hubieras aguantado vos?), y convierten al corto en cifra de la obra de Bergman, que es toda ella una prolongada exploración sobre la capacidad de resistencia del ser humano. Sus películas buscan una y otra vez, y despiadadamente, ese punto de quiebre; cuando nuestro equilibrio psíquico, moral y emotivo colapsa bajo el peso del terror, el castigo, la agresión, el dolor físico, el agotamiento. El de Bergman era un genio sádico, que no daba tregua a nadie (menos que menos a sí mismo), y por eso fue una suerte que Suecia se declarara neutral durante la Segunda Guerra: con semejantes inclinaciones, y las simpatías nazis de toda la familia, hasta torturador no paraba.
Resulta, quizá, chocante emitir semejante opinión en un texto que se supone de homenaje, pero me consuela pensar que Bergman hubiera ido aún más lejos; su candor, como cualquier lector de sus memorias sabe, no conocía límites: en un mismo soplo de aliento era capaz de confesar su irrestricto amor juvenil por Hitler y su costumbre de contar con retrete propio para no hacerse encima durante los ensayos. Especulando sobre los orígenes de Shylock, Borges propone, en su cuento “Deutsches Requiem”, la escena del joven Shakespeare visitando a un prestamista judío; menos sentimental, quizás, Joyce sugiere, en Ulises, que el Cisne de Avon, que dedicaba las horas libres que el arte le dejaba a la especulación y la usura, había sacado a Shylock de su propio bolsillo. Bergman hace El huevo de la serpiente menos desde un humanismo crítico y bienpensante que desde un nazismo residual y sublimado; y su maliciosa presencia se adivina detrás de los anteojos del impasible doctor Vergerus cuando presenta su show con las palabras: “Mire la pantalla, y verá algunas imágenes interesantes”.

El prestigio del tedio

Por José Pablo Feinmann

En El séptimo sello hay una marcha de condenados, miserables sufrientes que se desplazan al compás del tema medieval de la muerte: el Dies Irae. Este tema fue utilizado por Berlioz en el último movimiento de la Sinfonía Fantástica, Liszt armó –con sus siete primeras notas como base– un mamarracho para pianistas espectaculares al que llamó Danza Macabra y Rachmaninoff lo usó excesivamente en su Rapsodia sobre un tema de Paganini para aludir al supuesto pacto que el violinista tenía con el Diablo. Los “cultos” salían del Lorraine, se iban a La Paz y hablaban –no sobre estas cuestiones, de las que sabían poco– sino del papel notable que Bergman le entregaba a la Edad Media, espacio temporal en que Dios estaba más presente pero más ausente que nunca. Al llegar aquí, a la ausencia de Dios, surgía el tema del “silencio de Dios”, tema recurrente en la filmografía de un cineasta al que, en este país, se jactaban de haber descubierto antes que en ninguna otra parte del mundo. Esto nos confería algo especial. Ya no éramos sólo la París de Sudamérica. Eramos la Suecia de la cultura. Tempranamente, el nombre “Bergman” empezó a ser antecedido por el adjetivo “genio”. Todo lo que Bergman filmaba expresaba el “genio de Bergman”. Luego, esto, cristalizó en un significante poderoso: “genio sueco”. Uno decía “Bergman” o uno decía el “genio sueco”: era lo mismo, todos entendían.
La primera película (debiera decir “el primer film” pero, ya lo habrán adivinado, no me propongo ser respetuoso con el “genio sueco”) que vimos de Bergman fue Un verano con Mónica. Todos iban a verla porque Harriet Andersson, su protagonista (que era Mónica), salía desnuda. El desnudo en el cine era cosa del cine europeo. Yo no pude ver Un verano con Mónica porque era “prohibida para menores de 18 años”. Y yo tenía menos. La vieron un par de primos y mi hermano mayor, que me llevaba nueve años. Me llenaron la cabeza de ratones. Venían, también, otras películas suecas con suecas desnudas y veranos. Por ejemplo: Un solo verano de felicidad. Calé dibujó en Rico Tipo uno de sus chistes. Esos de “Buenos Aires en camiseta”. Un tipo llevaba a su joven esposa y a su suegra al “biógrafo”. El tipo estaba en el medio y lo veíamos rojo de vergüenza, sudando. Las dos mujeres lo miraban con mala cara. Abajo del dibujito se leía: Un verano con Mónica, Un solo verano de felicidad: ¡Un verano en la platea!
En ese Buenos Aires de Calé y Rico Tipo aterrizó Bergman. Llegaban otras películas suecas desbordando osadías: El tercer sexo, por ejemplo. Mi vieja la fue a ver y volvió aterrorizada. Se había pirado por completo. Veía “pervertidos” por todas partes. Hasta pensó que yo en cualquier momento me le volvía puto y le propuso a mi viejo llevarme a Montevideo. Mi viejo, por suerte, le aseguró que yo corría igual riesgo en Montevideo que en Buenos Aires, y me quedé aquí. En una de Lucas Demare, Detrás de un largo muro, Susana Campos se quitaba una enagua y se le veía la espalda desnuda. Los críticos dijeron que Demare se había dado el lujo de “un toque sueco”. Después vi esas películas y nada me pareció mucho: ni las chicas ni las películas. Sin embargo, años después llegó El silencio y la prohibieron para menores de veintiún años. Yo ya estaba en la Facultad, ahí, en la calle Viamonte y no la pude ir a ver. Tenía carita de nene. Era lampiño y en lugar de barba o bigote me salían granitos. La vio, otra vez, mi hermano. La vieron, otra vez, mis primos. Y otra vez me llenaron la cabeza de ratones. Parece que una pareja –según dijeron– “cogía en serio”. Y que una de las minas se lavaba las tetas en la pileta del baño. Y que la otra se masturbaba. Nunca habían visto masturbarse a una mujer. Aprendían más con Bergman que con el clásico libro sexual de la época: El matrimonio perfecto, de un tal doctor Van der Velde, si mal no recuerdo. Bergman era así: convocaba a pajeros y a intelectuales. Arrasaba en la taquilla.
Después también vi El silencio y parece que el silencio era –otra vez– el “silencio de Dios”. Después vi Persona. Y creo que cierto día –ya grandecito, bajo la dictadura, creo que en 1977– vi Cara a cara. Me senté serenamente, sin prejuicios, y miré. Formaba parte del público extasiado del “genio sueco”. De pronto, Liv Ullman dice algo así como. ¿Cómo qué? La mina la pasa mal. Hay una violación. Pero lo que dice –en un momento de clímax metafísico– es que no tolera su “complejo de culpa” o que ese “complejo” la atormenta. No lo pude evitar: empecé a reírme. Ese pocket-Freud del “genio sueco” rompió para siempre mis relaciones con él. Los de la sala me chistaban y yo no podía parar. Ni Groucho Marx ni Buster Keaton me habían hecho reír tanto. Crucé la calle y fui al San Martín. Me encontré con un actor amigo. Un “culto”. También había visto la película. La emoción le enrojecía la cara. Señaló hacia el Lorraine y dijo: “¡Eso! Exactamente eso es para mí el arte”. Todavía lo veo. Evito recordarle el episodio. Acaso lea esta nota y me retire el saludo. No será el único.
Pretendo ser preciso: durante la década del ’60, durante los años en que el “genio sueco” hizo furor en la Argentina, yo cursé –entre 1962 y 1969, durante siete largos e intensos y esforzados años– la carrera de filosofía y casi la totalidad de la de letras en la UBA, que estaba en la calle Viamonte y se mudó a Independencia en 1965. Desde 1960 venía leyendo a Kierkegaard y a otros pensadores religiosos como Buber o Chestov. También a Dostoyevski. Los problemas “religiosos” de Bergman me importaban un pito. No me decían nada. Sus películas eran metafísica ilustrada. O teología para principiantes. Los “cultos” que las veían no me parecían “cultos” sino pedantes insoportables, apologistas del aburrimiento y la solemnidad. En Asesinos de papel, Jorge Lafforgue y Jorge B. Rivera citan un texto de Borges y Bioy: “Cabe sospechar que ciertos críticos niegan al género policial la jerarquía que le corresponde solamente porque le falta el prestigio del tedio”. A Bergman, siempre, le sobró tedio. No nos sorprendamos si también le sobró prestigio. Hay una receta para que los “cultos” lo reconozcan a uno: a) ser aburrido; b) ser hermético; c) dejar caer por aquí o por allá un par de “símbolos”; d) no tener humor; e) tomarse, absolutamente, en serio; e) ser la opción a algo que simbolice lo “comercial” o lo “popular”. A todo esto Bergman le añadió sexo, mucho sexo en una época en que escaseaba, en que los idiotas de los norteamericanos cultivaban un cuaquerismo tenaz y apenas si asomaban la nariz de las sombras del macartismo y del Código Hays.
Trato de buscar algo de Bergman que me haya gustado y no lo encuentro. Sin duda, tuvo un gran director de fotografía, Sven Nikvist. Sin duda, por este motivo, la luz de La fuente de la doncella sea inolvidable. Fanny y Alexander está bien narrada. Pero no le importaba narrar. Abusó de los símbolos y logró algunos efectos interesantes. Se sabe: el caballero jugando al ajedrez con la Muerte. O, en Cuando huye el día (película que recuerdo con calidez), la secuencia en que el protagonista, desde un ataúd, aferra la mano de él mismo, vivo y de pie, para arrastrarlo al féretro. No creo que sea un indagador profundo de la condición humana. Creo que está muy lejos de Visconti. Ossesione o Senso, sus primeros intentos, ya son obras maestras del amor desesperado. Son películas con las que uno se compromete, que emocionan. Ni hablar del realismo urbano de Rocco y sus hermanos. Ni hablar de la escena en que Salvatori la mata a Girardot. Ni hablar de El Gatopardo. O Retrato de familia donde la muerte no es un tipo disfrazado con un traje negro con huesos (casi una bandera de piratas) sino unos pasos leves en el piso superior, sólo eso. Pero “eso” aterroriza más. “Eso” es la angustia: apenas unos pasos, apenas nada, pero –sin duda– la Muerte que camina como si levitara en el piso de arriba. Muy lejos, también, está de Fellini: 8 y medio es un estudio sobre la condición del artista y del arte y Amarcord dice más sobre la condición humana que la entera obra del “genio sueco”. Lejos, también, de los grandes de la comedia italiana: de Dino Rissi, de Monicelli. Les cambio varias películas de Bergman por Una vida difícil o Los desconocidos de siempre. Lejos de A la hora señalada de Fred Zinnemann, película que plantea, acaso mejor que en Hegel, el enfrentamiento entre la Moralität y la Sittlichkeit. Y sólo en ochenta y cinco minutos terriblemente entretenidos, alejados de todo posible tedio. Lejos del John Ford de El delator o Qué verde era mi valle o Más corazón que odio.
Pero, ¿se equivocan los “cultos”? No es azaroso que haya escrito entre comillas esa palabra. Los “cultos” no son cultos. Tienen terror de parecer no serlo. Gustan de todo producto que dé o signifique prestigio. Gustan de lo que hay que gustar. Detestan lo que hay que detestar. Se agarran de lo seguro. Heidegger, en el parágrafo veintisiete de Ser y Tiempo, describió este tipo de personajes. Viven bajo “el señorío de los otros”. Son los que se guían por el Das Man. El “se dice”. Se dice que Bergman es el genio sueco. Que sus películas tratan sobre “el silencio de Dios”. Que indaga como nadie en la condición humana. Ergo, tengo que decirlo también yo. “Disfrutamos y gozamos como se goza (escribe Heidegger); leemos, vemos y juzgamos de literatura y arte como se ve y juzga; incluso nos apartamos del ‘montón’ como se apartan de él; encontramos “sublevante” lo que se encuentra sublevante”. Creo que hay una inseguridad no resuelta en el “adorador” de Bergman. Un crítico de cine, una vez, me dijo: “Vos te atrevés a detestar a Bergman porque sos licenciado en filosofía, pero yo soy una rata, viejo, ¿qué querés que haga?”. No hay que tener ningún título para decir lo que a uno realmente le parece un icono cultural. A mí me aburrió Bergman antes de tener ningún título, pero el mandato, el imperativo del Das Man es tan poderoso que uno tiene miedo de confesarlo. En los ’60 a nadie dije que había ido a ver El ocaso de los cheyennes. Temía el desprecio de mis compañeros de estudios. Por ahí lo dije un par de días después y me tuve que agarrar a las piñas. Pero no lo dije el día que fui. John Ford, en la Argentina, en los ’60, era basura. Era un tipo que hacía pelis de cowboys. Casta de malditos era una de tiros. Como el entero corpus del film noir. Sólo cuando Cahiers du Cinéma empezó a bajar línea se pudo ver a Hitchcock y a algunos más. Eso se debió a Truffaut, un cineasta que te emocionaba a morir con Los cuatrocientos golpes.
Y se acabó. Porque el otro Rey del Tedio que se murió no merece más de un par de líneas. Blow Up estaba bien. Pero La aventura y La noche, no. Por decirlo suavemente. En 1970, con Sam Shepard colaborando en el guión, filma Zabriskie Point. Interior - Comisaría: la cana ha apresado a unos cuantos jóvenes rebeldes. Un cana les toma los datos. Un “joven rebelde” se acerca a la ventanilla. “¿Nombre?”, pregunta el cana. El otro, agresivo, como escupiendo, ruge: “Karl Marx”. Sin alterarse, el cana pregunta: “¿Con C o con K?” ¡De esto se reían los “cultos”! De un cana “ignorante” que no sabía escribir “Karl Marx” y de la petulancia idiota de un hijo de rico al garete. Sólo, de Antonioni, recuerdo una escena: es el final de El eclipse. Los dos personajes centrales (la pesadillesca, fea irredenta de Monica Vitti y Alain Delon) se han dado cita en un lugar. La Cámara los espera ahí. Ninguno llega. La Cámara enfoca varios objetos. Entendemos que esos objetos, ahora, no significan nada, que no hay lazo simbólico entre ellos porque los dos seres humanos que –por medio de un acto trascendente, de un proyecto existencial– iban a otorgarle un sentido no están ahí. Ahí, ahora, no hay nada. Sólo objetos. No estaba mal. Pero no era más que eso. Y ni siquiera sé si Antonioni entendió lo que filmaba.
Qué cosa. Y se murieron casi el mismo día. Pensaba volarme un poco (todavía un poco más) y proponer un brindis o decretar a este 30 o 31 de julio Día Internacional de la Muerte del Tedio en el Cine. Pero toda muerte merece respeto. Y más aún si las muertes son dos. Acaso, entonces, esta simetría entre estos dos venerados, irredimibles tediosos, merezca una frase de Borges: “A la realidad le gustan las simetrías”.

Mi propio pasajero

Por Luis Gusmán

Michelangelo Antonioni nació en Ferrara, también la tierra del escritor Giorgio Bassani, el autor del libro El jardín de los Finzi Contini que fue llevado al cine por Victorio De Sica. En el cementerio judío de Ferrara también está enterrada parte de la familia de los Contini. Ferrara, con sus calles de recovas y faroles que anuncian la entrada a una Italia más distinguida y decadente que culmina en la elegante Turín.
Antonioni nos mostró ese mundo en el que la burguesía italiana quedaba encerrada en su incomunicación, su soledad, su alienación. Es posible que El desierto rojo sea, en ese sentido, su película más representativa.
Hay rostros de actrices que uno relaciona a ciertos directores de cine. Anna Karina es de Godard, Silvana Mangano le pertenece a Visconti, Monica Vitti era una cara creada para Antonioni. ¿Quién no la recuerda en El desierto rojo? Pero no es el rostro de esa mujer ni el desierto mismo la imagen que acude a mi memoria cuando rememoro las películas de Antonioni. Es otro desierto, el africano y la cara es la de un hombre, la de Jack Nicholson en El pasajero. Aquí aparece el tema de la identidad y de la muerte. Para evocar otro desierto recuerdo lo que decía Rimbaud: “Yo es otro”. Antonioni trata de decir que uno siempre muere como otro. Las cosas suceden de esta manera. En el corazón del desierto africano, un reportero gráfico que está cubriendo una misión tiene como vecino de cuarto a un hombre muy parecido a él. Podríamos decir que es casi su doble. Un día, el reportero llega al hotel y se encuentra con su vecino muerto. En la muerte, Robertson y él se confunden aún más y parecen un mismo pasajero. Basta un sutil arreglo en su aspecto, un bigote, el cambio de la foto en el pasaporte y el reportero toma la identidad del traficante de armas. Su destino se trastrueca cuando comienza a seguir los pasos del otro a través de ciertos nombres y direcciones que figuran en su agenda.
A partir de ser el otro, el reportero, dado por muerto por su familia, se entera de quién era para los otros, los que lo sobreviven.
Su espectro recorre Europa y termina su peregrinar en Barcelona, fascinado y perdido –con la misma fascinación de Antonioni por Gaudí–, huye por esos laberintos modernistas. Finalmente encuentra su propia muerte siendo otro, en Almería. Esta vez el escenario es la fachada de una plaza de toros y suenan de fondo los acordes de una música española. En definitiva, el azar lo ha llevado hasta allí y el pasajero no ha hecho otra cosa que viajar hacia su propia muerte, tomando conciencia de su destino, de una única manera posible, como si fuera otro.

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