lunes, 30 de abril de 2007

Para Ceci

Odio a los indiferentes


Por Antonio Gramsci · · · · ·


Hace ahora 70 años, el 27 de abril de 1937, moría Antonio Gramsci en un hospital penitenciario, apenas 6 días después de haber recobrado formalmente la libertad, tras cumplir, en situación penosísima, más de 10 años de cárcel de los más de 20 a que le condenó un tribunal mussoliniano. Acaso sea Gramsci hoy, junto con Walter Benjamin, el clásico del socialismo marxista más grotesca e ignaramente manipulado por unas “humanidades” académicas franco-norteamericanas olvidadizas de la historia del movimiento obrero europeo. Para conmemorar su muerte -dada a conocer al mundo por las emisoras de radio de la Barcelona revolucionaria- hemos elegido un característico textito suyo de juventud (publicado por vez primera el 11 de febrero de 1917 e inédito en castellano) que, entre varias otras, tiene la virtud de no ser fácilmente pasible de manoseo pseudoacadémico.



Odio a los indiferentes. Creo que vivir quiere decir tomar partido. Quien verdaderamente vive, no puede dejar de ser ciudadano y partisano. La indiferencia y la abulia son parasitismo, son bellaquería, no vida. Por eso odio a los indiferentes.



La indiferencia es el peso muerto de la historia. La indiferencia opera potentemente en la historia. Opera pasivamente, pero opera. Es la fatalidad; aquello con que no se puede contar. Tuerce programas, y arruina los planes mejor concebidos. Es la materia bruta desbaratadora de la inteligencia. Lo que sucede, el mal que se abate sobre todos, acontece porque la masa de los hombres abdica de su voluntad, permite la promulgación de leyes, que sólo la revuelta podrá derogar; consiente el acceso al poder de hombres, que sólo un amotinamiento conseguirá luego derrocar. La masa ignora por despreocupación; y entonces parece cosa de la fatalidad que todo y a todos atropella: al que consiente, lo mismo que al que disiente, al que sabía, lo mismo que al que no sabía, al activo, lo mismo que al indiferente. Algunos lloriquean piadosamente, otros blasfeman obscenamente, pero nadie o muy pocos se preguntan: ¿si hubiera tratado de hacer valer mi voluntad, habría pasado lo que ha pasado?



Odio a los indiferentes también por esto: porque me fastidia su lloriqueo de eternos inocentes. Pido cuentas a cada uno de ellos: cómo han acometido la tarea que la vida les ha puesto y les pone diariamente, qué han hecho, y especialmente, qué no han hecho. Y me siento en el derecho de ser inexorable y en la obligación de no derrochar mi piedad, de no compartir con ellos mis lágrimas.



Soy partidista, estoy vivo, siento ya en la consciencia de los de mi parte el pulso de la actividad de la ciudad futura que los de mi parte están construyendo. Y en ella, la cadena social no gravita sobre unos pocos; nada de cuanto en ella sucede es por acaso, ni producto de la fatalidad, sino obra inteligente de los ciudadanos. Nadie en ella está mirando desde la ventana el sacrificio y la sangría de los pocos. Vivo, soy partidista. Por eso odio a quien no toma partido, odio a los indiferentes.



Traducción para www.sinpermiso.info: Antoni Domènech

Guy Debord: Refutación a los críticos de La sociedad del espectáculo





Disculpen los subtítulos en italiano, pero esto es para ver "à la rigueur"

Entre nos

Para todos los que conocemos

Voy a tener suerte

¡Cartola!

Para mi amigo Jorge

Festival

Por André Bazin, Cahiers du cinema, 1955

Del Festival considerado como un ejercicio ascético


Considerado desde el exterior, un Festival, y especialmente el de Cannes, se nos aparece como una empresa mundana por excelencia. Pero para los asistentes, me atrevería a decir profesionales, como son justamente los críticos, no hay nada no sólo más serio, sino menos “mundano” en la acepción pascaliana de la palabra. Debido a que los he presenciado casi todos desde 1946, he podido asistir a la progresiva puesta a punto del fenómeno Festival, a la organización empírica de su ritual, a sus necesarias jerarquizaciones. Me atrevo a comparar esta historia con la fundación de una Orden y la participación total en el Festival con la aceptación provisoria de la vida conventual. A decir verdad, el Palacio que se levanta sobre la Croisette es el moderno monasterio del cinematógrafo.

Quizá parezca que busco la paradoja. Y no es cierto. Esta comparación se me ha impuesto por sí misma como consecuencia de estos diecisiete días de retiro piadoso y de la vida estrictamente “reglamentada”. Si efectivamente –junto con la vida contemplativa y meditativa– la regla define a una Orden, así como la comunión espiritual en el amor de la misma realidad trascendente, el Festival es una Orden. Llegados de todos los rincones del mundo, los periodistas cinematográficos se reúnen en Cannes para vivir dos semanas de una vida radicalmente diferente de la suya cotidiana, privada y profesional. Por de pronto son “invitados”, lo que resulta confortable pero también relativamente austero (los palacios son para los miembros del Jurado, las vedettes y los productores). Este lujo decente no va más allá de lo que el trabajo exige, y cambiaría muchas celdas monacales que conozco por una habitación en el hotel S. o M., a excepción, naturalmente, de la tabla para dormir. Aunque un miembro del jurado de 1954, Luis Buñuel, se apresuró a reemplazar su colchón del Carlton por la tabla sobre la que acostumbraba dormir.

El aspecto más característico de la vida en el Festival es la obligación moral y la regularidad de la actividad. El periodista se hace despertar hacia las nueve de la mañana. Con el desayuno le llega el ritual del día, quiero decir los dos diarios del Festival: los boletines de la Cinématographie Francaise y el del Film Francais. En ellos encuentra le oficio del día. No se llaman Laudes, Maitines y Vísperas, sino “Aurore”, “Matinée” y “Soirée”. Porque de la misma manera que el almuerzo ha llegado a ser la segunda comida, y la comida propiamente dicha ha pasado en dos siglos a ser la cena, las matinales del Festival son vespertinas, y las de la tarde, nocturnas. Por muy tarde que se acueste, el que toma parte en el Festival tiene que estar levantado para las “Aurores”, es decir, para la sesión o las sesiones privadas de las diez treinta. El oficio se celebra en una de las capillas de la ciudad. Después se vuelve a la Casa-Madre para la Ceremonia del Casillero. Consiste en recoger en el servicio de prensa los papeles del día, los press-books de los films presentados y las invitaciones que no han sido enviadas directamente a los hoteles. Son ya las doce y media, la hora, en general, de una conferencia de prensa que dará motivos de reflexión para un almuerzo tardío. A las tres hay que volver a la brecha para el film de la tarde en la basílica del Palacio. Como el ritual de esta sesión es menos estricto, prefiero describir el de la noche. Salida hacia las seis. El periodista de un diario de la mañana empieza ya a pensar en lo que telefoneará a su periódico hacia las ocho. Los otros tienen una mayor libertad de espíritu para ir a los cocktails que se celebran generalmente a las seis y media. Cena hacia las ocho y media, preludiando la ceremonia más importante de la jornada: la toma de hábito. La Orden del Festival impone efectivamente su traje conventual, al menos para los oficios de la noche. Soy lo suficientemente viejo como para haber asistido a la creación de esta regla y también para haberla vivido. En los primeros festivales de Cannes y de Venecia era tan solo facultativa. La prensa joven y menos ostensiblemente ciertos elementos de la prensa de la anteguerra con afinidades proletarias, afectaban un desprecio del smoking. Incluso el traje oscuro planteaba problemas. Pero les he visto ir cediendo uno tras otro. Hubo el año del alquiler, el del smoking del compañero demasiado estrecho y con las solapas pasadas de moda; después, la entrada definitiva en la Orden. Hoy no solo ha adoptado el uniforme toda la prensa, sino que le parece completamente natural. En cuanto a mí, lo confieso sin falsa vergüenza, el smoking me cae bien, sobre todo el blanco. Aunque el nudo de la corbata siempre me plantea problemas.

Pero el hábito solo no hace al monje; el espaldarazo nos lo proporciona la máquina electrónica que da el billete inimitable que permite franquear la clausura. Sin embargo, una vez dentro de los santos lugares, todavía se manifiesta otra jerarquía, o si se prefiere, una diferenciación funcional. Los periodistas tienen reservados sus sitiales en la platea, entre la sexta y la décima fila. Si las dejaran libres, como buenos conocedores, también se irían a ellas. Desprecian los palcos, demasiado alejados de la pantalla y buenos en todo caso para los jurados y las vedettes. Es, sin embargo, hacia los palcos donde convergen todas las miradas. Vanamente por lo demás, ya que la arquitectura del Palacio de Cannes es un desafío a las costumbres del festival. Estas quieren que el espectáculo esté en primer lugar en la sala y que comience incluso en sus accesos. Pero los del Palacio de Cannes son ridículamente exiguos y hacen de la entrada y de la salida un increíble embotellamiento. Los años de mal tiempo, la permanencia bajo la lluvia de los invitados que no pueden entrar lo suficientemente de prisa supone la ruina de los trajes de noche. Venecia lo ha entendido bien, haciendo construir un inmenso antepalacio en el que se dan las condiciones necesarias para la mutua contemplación. En Cannes por el contrario, se ha despreciado un amplio terreno vacío por el afán de pegar el Palacio a la Croisette, convirtiendo lo absurdo en irremediable. En cuanto al interior, hay que concederle una cierta armonía de formas y de colores, pero la posición del anfiteatro con relación al patio de butacas priva a los espectadores que pagan del placer principal que vienen buscando. Lo que no deja de dar a los periodistas un sentimiento de superioridad. Ellos, los hastiados, que apenas miran distraídamente a la Lollobrigida cuando la tienen enfrente, saborean lo que les hace diferentes de esos pobres publicanos dispuestos a todo por divisar a su ídolo. Los periodistas sabemos que la religión necesita de estas pompas espectaculares, de esta liturgia dorada, pero sabemos también dónde está el Dios verdadero y si estas manifestaciones nos sugieren más bien una piedad condescendiente o divertida que una condena purificadora, es porque no ignoramos que, en definitiva, todo se encamina a su mayor gloria.

Hacia las doce y media volvemos a encontrarnos en la Croisette; en seguida se forman pequeños grupos en los bares de los alrededores que discuten delante de una limonada los films del día. Una hora después hay que ir a acostarse. A las nueve llaman: es el desayuno y el ritual del nuevo día.

Al programa que acabo de describir hay que añadirle las fiestas. Ordinariamente hay tres o cuatro notables y dos de ellas importantes. El viaje a las islas, con la sopa a la brasa y el episodio tradicional del strip-tease de la starlet de turno sobre las rocas, y la cena de la clausura. Lo accesorio son las recepciones de Unifrance, Unitalia y a veces la mejicana o la española. Cada una de estas cenas-recepciones da lugar a pequeños dramas kafkianos, porque una parte de la colonia periodística se ve misteriosamente olvidada. Los elegidos fingen una indignada compasión y echan pestes junto con las víctimas contra la mala organización responsable de una laguna tan lamentable, aunque están secretamente orgullosos en el fondo de ser por esta vez de los que no han sido olvidados. El “non plus ultra” de este tipo de incidentes se produjo el primer año con la memorable recepción soviética cuyas invitaciones habían sido verosímilmente sacadas de un sombrero. Estaba Le Figaro y en cambio no estaba Sadoul. Dejo a la imaginación de cada uno las exégesis político-diplomáticas que se llevaron a cabo aquella tarde.

Desde el punto de vista litúrgico, la más importante de estas fiestas es, sin embargo, la batalla de flores, que se sitúa hacia la mitad del Festival, y que constituye, sobre todo para los críticos, una tarde de descanso que les permite huir del Festival. Lo que supone de hecho un cambio sensible sobre el ritual cotidiano. Hasta aquí el ritmo de las sesiones y de las fiestas ha sido relativamente tranquilo. A partir de ahí se precipita bruscamente. Las proyecciones privadas comienzan generalmente en ese momento y la mayor parte de los que solo pueden consagrar cinco o seis días al Festival vienen en la segunda parte, sabiéndola más animada. Desde entonces la tensión es constante y cotidiana y es a partir de ahí, sobre todo, cuando el periodista lleva una vida monástica.

Quince o dieciocho días de este régimen bastan, lo aseguro, para descentrar a un crítico parisiense. Cuando vuelve a su alojamiento y reanuda su trabajo habitual le parece venir de muy lejos y haber vivido largo tiempo en un universo de orden, de rigor y de deberes que evoca mucho más el recuerdo de un retiro a la vez brillante y estudioso, en el que el cine constituiría la unidad espiritual, que el hecho de ser uno de los felices elegidos de una inmensa “cuchipanda” cuyo eco encontrará con horror en Cinemonde o en el Match.

Ava



Miren esta foto... dan ganas de ver la película, ¿no?

Ava Gardner en Los Asesinos (The killers) de Robert Siodmak, cine negro del mejor...

sábado, 28 de abril de 2007

La pobreza urbana y la lucha contra el capitalismo.


Entrevista a Mike Davis · · · · ·




Un trabajador socialista británico entrevista para la revista Socialist Worker a Mike Davis, uno de los principales especialistas mundiales en clases, urbanización y medio ambiente



Tu último libro describe el crecimiento de las barriadas. ¿Qué tan extenso es este fenómeno?



La ONU estima que más de mil millones de personas viven en las barriadas. Estas están definidas como áreas urbanas de tenencia irregular y de viviendas deficientes, que carecen de una o más infraestructuras esenciales, tales como la electricidad o sanidad.



Este número se duplicará en los próximos 15 o 20 años.



Todo el crecimiento futuro de la población mundial ocurrirá en ciudades, un 95% del mismo en ciudades del ‘Sur Global’ y la mayor parte en suburbios.



Pero los pobres urbanos son un grupo mucho más numeroso que los habitantes de los suburbios –el número total es al menos de dos mil millones.



Dado el nivel de pobreza urbana, ¿por qué la gente del ‘Sur Global’ migra a las ciudades?



Las personas anhelan la modernidad y se arriesgan. Sabiendo muy bien que las probabilidades están contra ellos, la población rural, especialmente adolescentes y adultos jóvenes, se irán a la ciudad si perciben que aun hay una pequeña posibilidad de mejoría y una nueva vida.



Objetivamente, las oportunidades de empleo a veces son peores en la ciudad, y el costo de vida es casi siempre más alto. Pero las oportunidades educativas son mayores.

¿En qué se diferencia la vida de los nuevos habitantes de la ciudad de la que tuvieron las generaciones anteriores?



Además de la empinada cuesta de la vida en las modernas barriadas y la pobreza urbana, lo que es novedoso es la desconexión estructural y permanente de muchos habitantes de la ciudad respecto de la economía formal.



Más de mil millones de personas a duras penas alcanzan a subsistir, o menos, en el “sector informal” de las ciudades del tercer Mundo, como vendedores ambulantes, servicio doméstico, mendigos y similares.



¿Tan extensas son las áreas del planeta que están viendo el crecimiento urbano sin un desarrollo económico real?



La urbanización, especialmente en África, se ha desconectado de la industrialización y aun del desarrollo económico en sí mismo. Los factores que hacen que la gente se vea expulsada de las áreas rurales (tales como la mecanización y la competencia de importaciones) ahora actúan independientemente de los factores de atracción hacia las ciudades (como el crecimiento del empleo)



Los ’80 fueron especialmente catastróficos. La deuda del Tercer Mundo y los programas de ajuste estructural empujaron a la gente del campo hacia las ciudades al mismo tiempo que el sector público urbano y el gasto en infraestructura estaban siendo eliminados. El “Planeta de los suburbios” actual es una obra del imperialismo neoliberal.



¿Estos desarrollos cómo dan forma a la batalla contra el capitalismo?



Pienso que deberíamos conceder que el marxismo revolucionario ha subestimado los procesos de “pauperización absoluta”. La clase obrera informal de ahora –la gran cantidad de habitantes de las ciudades permanentemente excluidos de la esperanza de un trabajo formal o seguridad residencial- es similar en algunos sentidos al de la clase trabajadora clásica.



Ésta, como Marx escribió, usa “cadenas revolucionarias” –no tiene interés en la perpetuación de la desigualdad capitalista. Pero a diferencia de la clase obrera industrial, está exiliada de la producción social y las posibilidades de auto organización y cultura ofrecidas por la industria moderna.



Creo que estamos asistiendo a una búsqueda de nuevas fuentes de poder por parte de los pobres urbanos.



Esto es particularmente cierto en los países latinoamericanos, tales como Venezuela, Bolivia y Argentina, donde hemos visto a habitantes de los suburbios periféricos hacer un uso excepcional de su poder para interrumpir el comercio de la ciudad, para usar a los dioses del caos como aliados.



Pero la conciencia política de las barriadas latinoamericanas debe mucho a la presencia de destacados líderes activistas procedentes de grupos de trabajadores desindustrializados –por ejemplo los anteriores mineros del estaño que migraron hacia las ciudades bolivianas de La Paz y El Alto. Ellos representan el recuerdo vivo de generaciones de luchas de clase.



En otras situaciones, tales como las de África o del sudeste asiático, la competición darwiniana en el sector informal –con enormes cantidades de personas hacinadas en unos pocos huecos de supervivencia- favorece el racionamiento del sustento por jefes étnicos o religiosos, políticos corruptos y populistas farsantes.



Pero aun donde estas tendencias que excluyen a los grupos parecen más arraigadas, no deberíamos volvernos fatalistas. Los pobres no andan silenciosamente por la noche –este es un mundo urbano donde la agitación y la rebelión están por todos lados.



Tú también has sido un destacado opositor de George Bush, quien en estos momentos parece estar padeciendo una profunda crisis política. Cuánto de esta crisis se debe a factores domésticos y cuánto a la guerra y ocupación de Irak?



A pesar de la inminente desaparición de las calles del movimiento contra la guerra, y de la traición de los Demócratas –algunos, como Hilary Clinton, son más halcones que la Casa Blanca- la ocupación de Irak se ha vuelto profundamente impopular.



Poco más de un tercio de los votantes siguen apoyando al presidente.



Al mismo tiempo, la coalición Bush descompone internamente a medida que la derecha cristiana se enfrenta a los partidarios seculares de Bush, los Republicanos tradicionalistas luchan con los empresarios que proponen un trabajo más barato, y finalmente los libertarios rebelan contra el diseño legislativo orwelliano sobre la seguridad interior.



Pero los problemas republicanos no son necesariamente oportunidades democráticas. La principal respuesta del liderazgo Demócrata ante la crisis de la Casa Blanca ha sido moverse aún más a la derecha con la esperanza de cosechar votos Republicanos.



Gran parte del electorado de Estados Unidos –desde la inmigración latina hasta la juventud - son huérfanos de las dos partes del sistema. Sólo un 21% del electorado votó en las últimas elecciones de California, un mínimo histórico.



En estos momentos la inmigración parece ser el único gran tema en los Estados Unidos



El evento político verdaderamente sísmico más reciente ha sido el surgimiento, como fuerza pública, de una clase obrera inmigrante hasta ahora invisible. Las demostraciones de los derechos de los inmigrantes en abril y mayo movilizaron cerca de cuatro millones de personas y fue ciertamente la más numerosa en la historia de los Estados Unidos, haciendo parecer pequeña las monstruosas protestas antibélicas de 1970.



Los organizadores quedaron atónitos por la concurrencia en las calles de una docena de ciudades, así como de la huelga general en los barrios latinos de California. Las demostraciones fueron también diversas, con amplios contingentes asiáticos en Los Ángeles, la flamante presencia irlandesa en Chicago y la significativa participación musulmana por todas partes.



Los sindicatos progresistas tales como el de los empleados de servicios y el de trabajadores hoteleros, junto con las celebridades radiofónicas de habla hispana y algunos líderes religiosos, jugaron roles organizativos importantes.



Sería un error atribuir esta revuelta simplemente al proyecto de ley que amenaza convertir a los trabajadores indocumentados y sus familias en criminales. Internamente, la “Guerra al Terror” implicó una erosión radical de los derechos de todos los inmigrantes, legales e ilegales.



El expolio político, jurídico y económico se ha realizado con una urgencia que trasciende la mayoría de las divisiones previas entre los grupos inmigrantes.



Históricamente, el radicalismo de los Estados Unidos, con la importante excepción de la batalla por la liberación de los negros, recapitula la revuelta de los trabajadores inmigrantes –alemanes e irlandeses en la década de 1880, eslavos, finlandeses e italianos en el 1900, judíos en los años ’30, etc.



Como en Europa, una desafiante nueva izquierda –tremendamente diversa en su origen étnico- está surgiendo de estas crecientes batallas contra maquilas, malas escuelas, patrullas fronterizas y la guerra imperialista.



La tragedia de Nueva Orleáns desatada por el huracán del año pasado pareció ser el principal detonante del cambio de suerte de Bush. ¿Qué pasó entonces?



La secuela del Huracán Katrina ha sido la política deliberada de limpieza étnica en Nueva Orleáns y parte de la costa del Golfo de Mississippi. Cientos de miles de obreros negros, junto con comunidades enteras de Nativos Americanos y mestizos (Cajuns), perdieron sus casas y sus maneras de ganarse la vida.



Como dijo un enojado amigo Cajun, “las élites están tratando de pisotear nuestras malditas almas”. Lágrimas de cocodrilo han sido derramadas, pero ha habido una carencia sorprendente de respuestas por parte de los sindicatos y de líderes negros en el Congreso respecto de la muerte de los negros de Nueva Orleáns.



Localmente existe un enérgico contraataque de militantes barriales y Acorn, una organización nacional de propietarios de cuello azul, pero no es un movimiento nacional.



En otras palabras, la situación de los Estados Unidos es compleja y paradójica. Por un lado, la atrofia de las protestas antibélicas así como la ausencia de solidaridad efectiva con Nueva Orleáns. Por otro, expresiones extraordinarias de la unidad y militancia inmigrante. La esperanza, como siempre, es que la nueva generación de la izquierda estadounidense encuentre rápidamente la unidad y una voz nacional.



Mike Davis miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO



Traducción para www.sinpermiso.info: Camila Vollenweider

Más Le Clézio











Libros de Le Clézio en mi biblioteca

Urania

Jean-Marie Gustave Le Clézio será uno de los visitantes de la Feria. Aquí un extracto de Urania, su último trabajo, que en la Argentina publicará la editorial El Cuenco de Plata

Inventé un país

Era la guerra. Aparte de mi abuelo Julien, no había ningún hombre en casa. Mi madre era una mujer de cabellos muy negros, la piel del color del ámbar, unos ojos grandes bordeados de pestañas que parecían un dibujo al carbón. Ella pasaba mucho tiempo al sol, me acuerdo de la piel de sus piernas, brillante sobre las tibias, por las que me gustaba deslizar los dedos. No teníamos gran cosa que comer. Las noticias que nos llegaban eran muy alarmantes.

Sin embargo, conservo de mi madre en aquella época el recuerdo de una mujer alegre y despreocupada, que tocaba melodías en la guitarra y cantaba. Le gustaba leer también, y es de ella de quien he heredado la convicción de que la realidad es un secreto, de que es soñando cómo se está cerca del mundo.

Mi abuela paterna era muy distinta. Era una mujer del norte, de los alrededores de Compiègne o de Amiens, de un largo linaje de campesinos cerrados y autoritarios. Se llamaba Germaine Bailet, y ese nombre contenía todo lo que ella era, avara, terca, voluntariosa.

Era muy joven cuando se casó con mi abuelo, un hombre de otra época, un ex profesor de geografía que había dimitido para consagrarse al estudio del espiritismo.

Se aislaba en su escritorio a fumar cigarrillo tras cigarrillo de tabaco negro, leyendo a Swedenborg. Jamás hablaba de eso. Salvo una vez, cuando al verme leer una novela de Stevenson había dicho en un todo definitivo: “Harías mejor en leer tu Biblia”. Su contribución a mi crianza se detuvo allí.

Mi madre tenía un nombre único. Un nombre dulce y ligero, que evocaba su isla, y que se llevaba bien con su risa, sus canciones y su guitarra. Se llamaba Rosalba.

La guerra, es cuando se tiene hambre y frío. ¿Siempre hace más frío mientras duran las guerras? Mi abuela Germaine sostenía que las dos guerras que ella había conocido, la primera, la “Grande”, y la otra, la “cochina guerra”, habían estado marcadas las dos por veranos tórridos, seguidos de inviernos de espanto. Ella contaba que en el verano de 1914, en su pueblo, las alondras cantaban: “¡Este estío, este estío!” Y no fue hasta el día en que fijaron los carteles con la orden de movilización, a mediados de agosto, que los campesinos comprendieron.

Mi abuela no había hablado de pájaros que cantaran en el verano de 1939. Pero contaba que mi padre había partido en medio de una tormenta. Había besado a su mujer y a su hijo, se había alzado el cuello bajo la lluvia, y no había regresado jamás.

En la montaña hacía frío a partir de octubre. Llovía todas las noches. Los arroyos corrían por el centro de las calles, haciendo una música triste. Había cuervos en los campos de papas, mantenían una suerte de reuniones, sus graznidos colmaban el cielo vacío.

Vivíamos en el primer piso de una vieja casa de piedra, a la salida del pueblo. La planta baja estaba compuesta por una gran pieza vacía que antaño había servido de depósito, y cuyas ventanas fueron tapiadas por orden de la Kommandantur.

Es el olor de aquel tiempo lo que yo no puedo olvidar. Una mezcla de humo, de moho, un olor a castañas y a repollos, un algo de frío, de inquietante. La vida pasa, uno corre aventuras, se olvida. Pero el olor permanece, a veces resurge, en el momento en que uno menos lo espera, y con él regresan los recuerdos, la longitud del tiempo de la infancia, del tiempo de la guerra.

La falta de dinero. ¿Cómo la adivina un niño de cuatro, cinco años? Mi abuela Germaine hablaba de eso algunas tardes, mientras yo me dormía a medias sobre mi plato vacío. “¿Cómo vamos a hacer?

Hace falta leche, legumbres, todo cuesta caro.” No es dinero lo que falta, sino tiempo. Los medios para no pensar más en el tiempo, para no tener miedo del día que se acaba, del día que recomienza.

La sala de estar era la cocina. Las habitaciones eran sombrías y húmedas. Sus ventanas miraban a una pared rocosa, cubierta de musgo, en la que el agua parecía caer en continua cascada. La cocina estaba del lado de la calle, iluminada por dos ventanas sobre las cuales mi abuela, al caer la noche, fijaba papel azul para el toque de queda. Es allí donde pasábamos la mayor parte de la jornada. Incluso en invierno, siempre había sol. No teníamos necesidad de cortinas, porque no había nadie enfrente. La calle, en ese lugar, era la carretera que iba hacia las montañas. Por allí no pasaba casi nadie. Una vez por día, en la mañana, el esforzado autobús subía la cuesta con un ruido ahogado de gasógeno.

Cuando lo oía venir, yo me precipitaba a la ventana, para ver ese insecto de metal, sin nariz, cuyo techo estaba cargado de trastos atados con hilos debajo de las lonas. La parada del coche estaba un poco más abajo, sobre la plaza, delante del puente. Inclinándome yo alcanzaba a ver, por encima de los campos de hierbajos, los techos del pueblo y la torre cuadrada de la iglesia, con su esfera de reloj con números romanos. Nunca llegué a leer la hora, pero me parece que debía marcar siempre el mediodía.

La cocina, en primavera, se llenaba de moscas. Mi abuela Germaine sostenía que eran los alemanes quienes las habían traído.

“Antes de la guerra no había tantas.” Mi abuelo se burlaba de ella. “¿Cómo puedes estar segura? ¿Las has contado?” Pero ella no daba el brazo a torcer. “Ya en el 14 las vimos llegar. Los boches las traían en canastos, eran ellos quienes las soltaban, para desmoralizarnos.”

Para luchar contra los insectos, mi abuela desplegaba papeles adhesivos colgados de la ampolla eléctrica. Por falta de medios, ella utilizaba todas las mañanas el mismo rollo, que limpiaba cada noche. Pero al mismo tiempo sacaba el poco de cola que quedaba y muy pronto, tratándose de una trampa, el rollo les servía a los insectos más bien de pértiga. Mi abuelo, por su parte, tenía un método más radical. Armado de una palmeta veinte veces remendada, salía de caza todas las mañanas, y no aceptaba desayunar hasta que había derribado un buen centenar de moscas. El hule no era el escenario de esos combates. Mi abuela Germaine había prohibido terminantemente que se aplastase ninguna mosca sobre él, por razones de higiene.

En cuanto a mí, ese hule era el principal decorado de mi vida. Era una tela de las más ordinarias, bastante gruesa, de un brillo un poco aceitoso y que despedía un olor a azufre y a caucho, mezclado a los perfumes de la cocina.

Allí comía, dibujaba, soñaba y, en ocasiones, dormía. Estaba decorado con motivos que no sé si representaban flores, nubes u hojas, quizá todo eso a la vez. Allí mi abuela preparaba la comida con mi madre, picando las legumbres y los trozos de carne, pelando zanahorias y papas, nabos, topinambures. Mi abuelo Julien elaboraba allí la mixtura que fumaba, mezcla de trocitos de tabaco, matas de zanahorias secas y hojas de eucalipto. Al mediodía,cuando sus suegros hacían la siesta, mi madre Rosalba me daba la lección. Con el libro abierto, me leía las historias.

Después me llevaba a pasear hasta el puente, para mirar el río. La noche llegaba muy rápido en el invierno. Pese a los gorros de lana y a las pieles de cordero, estábamos siempre tiritando. Mi madre se quedaba un momento vuelta hacia el sur, como si esperase a alguien. Yo la arrastraba de la mano, para volver a la casa. A veces nos cruzábamos con niños del pueblo, con mujeres vestidas de negro. Podía ser que mi madre intercambiara algunas palabras. Para ganar un poco de dinero, por la noche cosía sobre el famoso hule. Yo creo que fue apoyado en ese mantel que por primera vez pensé en un país imaginario.

Estaba ese grueso libro rojo que leía mi madre, y que hablaba de Grecia, de sus islas. Yo no sabía lo que era Grecia. Tan sólo palabras. Afuera, en el frío corredor del valle, por la plaza de la iglesia, en las tiendas adonde yo acompañaba a mi madre y a mi abuela cuando iban a comprar leche o papas, allí no había palabras. Sólo el sonido de las campanas, el ruido de las galochas sobre el empedrado, gritos.

Pero del libro rojo salían palabras, nombres. Caos, Eros, Gaia y sus hijos, Pontos, Océanos y Uranos, el cielo estrellado. Yo los escuchaba sin comprender. Se trataba del mar, del cielo, de las estrellas. ¿Yo sabía lo que era eso? No los había visto nunca. No conocía otra cosa que los dibujos del hule, el olor a azufre, y la voz canora de mi madre que leía. En el libro fue donde encontré el nombre del país de Urania. Tal vez haya sido mi madre quien inventó ese nombre, para compartir mi sueño. Vi al enemigo. Digo “el enemigo” porque no sabía quiénes eran, ni de dónde venían.

Mi abuela Germaine los odiaba tanto que no pronunciaba jamás su nombre. Los llamaba los boches, los fritz, los teutones, los hunos. Decía solamente “ellos”. “Ellos” han llegado.

“Ellos” han ocupado un pueblo. “Ellos” cortan las carreteras. “Ellos” destruyen casas.

Era una amenaza, algo apenas real. La guerra no tiene sentido para los niños. Primero tienen miedo, después se acostumbran. Cuando se acostumbran es cuando todo se vuelve inhumano.

Yo pensaba en la guerra sin creer en ella. Cuando iba al pueblo con mi madre, recogía guijarros por la ruta. “¿Qué vas a hacer con eso?”, me preguntó ella una vez. Yo metí las piedras en mis bolsillos. “Son para arrojarlas”, dije. Mi madre debió preguntar: “¿Arrojarlas contra quién?”. Pero había comprendido. No me hizo más preguntas.

Ella nunca hablaba de todo aquello, de la guerra, de los enemigos. Ese era su juego: hablar de otra cosa, pensar en otra cosa. La angustia debía resultarle insoportable. Algunas veces, por la noche, en lugar de cenar, ella iba a acostarse en la oscuridad.

El libro rojo, Urania, las leyendas de Grecia, todo eso contaba más para ella que lo que pasaba en las montañas. Al mismo tiempo, todas las mañanas salía, iba hasta el final de la ruta en busca de noticias, a escuchar lo que se decía, en la panadería, en las tiendas. Como si mi padre fuese a aparecer en la entrada del pueblo, bruscamente, tal como desapareció.

Era el otoño. Los enemigos estaban en el pueblo. Había un ruido de motores. No el autobús a gasógeno con su jadeo sibilante.

Motores que hacían una música en dos tonos, uno agudo, otro más grave. Esa mañana me despertó el ruido. Estaba solo en la habitación, tuve miedo. Los muros y el suelo temblaban. En la cocina vi a mi madre y a mi abuela paradas en el ángulo de la ventana. Habían descolgado el papel azul, el sol entraba a raudales hasta el fondo de la cocina. Eso le daba a todo un aire de fiesta. Mi abuelo Julien se había quedado sentado en su sofá, miraba delante de sí, noté que sus manos temblaban un poco.

“Daniel.” Mi madre murmuró mi nombre, y su voz estaba diferente. Cuando me acerqué a la ventana, ella me apretó contra sí, como para hacerme un escudo. Yo sentía el hueso de su cadera contra mi mejilla, y hacía esfuerzos por ver, poniéndome en puntas de pie.

Afuera, a lo largo de la calle, una columna de camiones avanzaba lentamente, el ruido de sus motores hacía temblar los vidrios. Ascendían por la carretera, tan cerca unos de otros que se los habría tomado por un tren.

Desde donde estaba yo, arrinconado entre el muro y la cadera de mi madre, sólo veía los toldos y los cristales de los camiones, como si nadie fuese a bordo de ellos.

Miraba el largo desfile de camiones, oía el estrépito de sus motores, los vidrios que temblaban, quizá los latidos del corazón de mi madre, mi cabeza apoyada en su costado, el miedo que colmaba la estancia, el valle. Aparte del ruido de los motores, todo estaba vacío. Ninguna voz. ¿Ladraban los perros en los patios? Aquello duró mucho tiempo. El rugido de los camiones parecía que no iba a terminar nunca. El enemigo remontaba el valle, se hundía en la garganta de la alta montaña, rumbo a la frontera. El sol brillaba en la pared de la cocina. Por encima de nosotros, el cielo era azul, todavía un cielo de verano. Sin duda las nubes se amontonaban en el Norte, sobre las cumbres de las montañas. Las moscas, trastornadas un momento por la vibración de los motores, habían recomenzado su danza encima del hule. Sin embargo a mi abuelo Julien ni se le ocurría cazarlas. Permanecía sentado delante de la mesa, la luz le daba de lleno, estaba pálido y muy viejo, muy alto y delgado, sus ojos atravesados por la luz, dos canicas transparentes, grisazules.

No sé por qué, es esa imagen de mi abuelo la que conservo, se ha superpuesto a todas sus fotos. Tal vez sea el vacío de su mirada, la palidez de su rostro lo que me permite comprender la importancia del acontecimiento que estábamos viviendo, el enemigo que pasaba bajo nuestras ventanas parecido a un largo animal de metal sombrío.

Mario murió esa mañana. Mario era como mi hermano mayor, a veces jugaba conmigo en el patio detrás de la casa.

Era joven, un poco loco. Más tarde imaginé que estaba enamorado de mi madre, pero es una simple suposición, pues ella nunca ha dicho nada de eso. Yo estaba en la cama de mi abuela, ensoñaba mientras miraba los rayos de sol que pasaban por debajo de la puerta.

Todos se habían ido muy lejos. Yo oía una voz que lla≠maba a mi madre, con un acento quejumbroso: “¡Rosalba!”. El rostro de mi padre era oscuro, pero no como si estuviese en sombras. Ennegrecido por el humo, más bien. “¡Rosalba!” repetía la voz, pero no era una voz de hombre, en realidad era la voz de mi abuela. Una voz lenta, que se arrastra sobre las sílabas. A menudo tengo ese sueño. Mi padre se fue cuando yo era un bebe, y sin embargo estoy seguro de que es él el que aparece, en el marco de una puerta, y yo tengo un miedo muy grande de oír la voz que llama a mi madre. No le he hablado de esto a nadie.

Esa mañana, durante el sueño, oí una cercano. Eso fue lo que me despertó.

Después, ya no sé lo que pasó. Mi abuela ha regresado de darles de comer a sus conejos, en el patio. Ha escondido los conejos detrás de los haces de leña para que no se los roben. De cuando en cuando mata alguno, y luego lo desuella. Sabe hacerlo muy limpiamente.

Un día la he visto, en el patio. El conejo estaba colgado de un clavo en la pared, en el suelo había un charco de sangre, las manos de mi abuela estaban rojas.

Más tarde, mi madre volvió de las compras. Había comprado una hogaza de pan, leche en un tarro de hierro, algunos nabos con sus hojas para hacer un caldo. Apoyó las compras sobre la mesa. Mi abuelo Julien bebía su achicoria a grandes sorbos, aspirando ruidosamente.

Por lo general, mi abuela lo regañaba: “¡No hagas ese ruido, es muy molesto!”. Pero ella no decía nada. Mi madre parecía triste. La oí cuchichear con mi abuela, hablaban de Mario. Yo no comprendí inmediatamente. Fue más tarde, mucho más tarde, después de la guerra. Mario transportaba una bomba que debía colocar en el puente. Es la ruta que toman los enemigos para ir hacia los collados.

Cuando comprendí que Mario había muerto, me vinieron otra vez todos los detalles. La gente se lo contaba a mi abuela de todas las maneras posibles. Mario iba por el campo, un poco más arriba, a la salida del pueblo.

Escondía la bomba en una bolsa, iba corriendo. Tal vez se haya enredado los pies en un montículo de tierra, lo cierto es que se cayó. La bomba hizo explosión. No se encontró nada de él. Era algo maravilloso.

Era como si Mario se hubiese escabullido hacia otro mundo, hacia Urania. Después pasaron los años, un poco lo he olvidado. Hasta ese día, mucho tiempo después, cuando el azar me reunió con

El joven más extraño que he conocido jamás.

Yo viajaba por el oeste mexicano, en un autobús que iba desde el puerto de Manzanillo hasta la ciudad de Colima. El autobús estaba atestado cuando subí a bordo, y me fui directamente al fondo, hacia el único lugar libre. No le presté atención a mi vecino inmediatamente, pero el autobús comenzó a rodar y él abrió la ventana corrediza a causa del calor. Me tocó el brazo para preguntarme por señas si el viento me molestaba. Como yo le respondí que al contrario me hacía bien, él esbozó una sonrisa y luego se puso a mirar por la ventana. Un momento después, volvió a girar hacia mí para decirme su nombre: “Raphaël Zacharie”. Yo me presenté: “Daniel Sillitoe”, y le tendí la mano. El muchacho vaciló antes de tomarla, y en lugar de estrecharla se contentó con tocar la punta de mis dedos con un rápido ademán.

Aparte de nuestros nombres, no se había pronunciado ninguna palabra.

Fue entonces cuando me di cuenta de la extrañeza de mi vecino de ruta. Para no tener que volver a ello, voy a trazar brevemente su retrato.

Llevaba el cabello moreno muy corto, tupido y erizado como los pelos de un puercoespín. Pero su rostro oscuro era redondo y suave, con rasgos indígenas, una nariz fina, pómulos anchos, unos ojos negros en forma de almendra desprovistos de pestañas y de cejas. Noté también la ausencia de lóbulo en su oreja.

Por otra parte mi compañero parecía más interesado en el paisaje que en lo que ocurría dentro del autobús. Permanecía inclinado hacia la ventana, con los ojos fruncidos a causa del viento y del polvo, mirando desfilar las calles de la ciudad, la gente en las veredas. El autobús hacía zumbar el motor, de cuando en cuando la estridencia de la bocina resonaba contra los muros de los edificios.

Después de la ciudad de Tecomán, atravesada dentro de una nube de polvo y de ruido, el autobús comenzó a rodar por una garganta que remonta el curso seco del río Almería. Luego trepó las laderas volcánicas.

Un poco más tarde, Raphaël me dirigió la palabra para mostrarme su reloj de pulsera, una cosa chillona con un cuadrante azul metalizado, de esos que venden ilegalmente en los accesos de los mercados.

La pulsera también era de metal, hecha de eslabones dorados. El muchacho me habló en español, con un acento un poco germánico. “Lo compré en manzanillo – me explicó–. Es mi primer reloj.” Yo dije un poco estúpidamente, porque no sabía qué responder, como un niño: “Es bonito. ¿Es un reloj a pila o a cuerda?”. Raphaël me miró con un aire un tanto condescendiente. “Sabes, adonde yo voy no hay nada eléctrico. Es a cuerda.” Raphaël se volvió.

Miró por la ventana, pensé que yo había dejado de interesarle. Luego, un largo momento después, me volvió a hablar. Me hizo preguntas sobre mi padre, sobre lo que hacía. Yo le dije que mi padre había muerto durante la guerra, cuando yo era un bebé, y que no me acordaba de él. Lo dije para simplificar. No podía decirle que mi padre había desaparecido, que yo nunca había sabido lo que le había ocurrido. “¿Y tu madre?” Vacilé antes de decirle: “Está vieja, yo creo que ya no tiene ganas de vivir, va a tener que irse a una casa con otros viejos,

ya no sabe quién es”.

Raphaël me miraba sin comprender. “Dices cosas extrañas. ¿Cómo es que se puede no tener más ganas de vivir?” Y agregó: “Entre nosotros, la gente no es muy vieja, pero todos tienen ganas de vivir. No se les ocurre irse a una casa con otros viejos, esperan quedarse siempre con nosotros”.

Yo pregunté: “¿Dónde es, tu casa?”. No respondió enseguida. Después me dijo, y era la primera vez que yo oía ese nombre: “El lugar se llama Campos”. “Háblame de Campos”, le dije. Raphaël me miró con desconfianza. “Es un lugar como cualquier otro –respondió–. Allá no hay nada extraordinario. Es un pueblo, eso es todo.”

El joven había cambiado de expresión. De repente tenía un aire de reserva, de hostilidad. Comprendí que mi pregunta le había molestado, que había percibido la curiosidad.

Sin duda no había sido yo el primero en notar su manera de ser, su aspecto físico, sus ropas. Debía tener la costumbre de alejar a los importunos.

Pensé en otra manera de plantear mis preguntas que no fuese demasiado inquisidora, pero él pareció adivinar mis intenciones, porque comenzó a decir: “Si realmente quieres saberlo, yo nací en Québec, en Rivière-du-Loup. Cuando mi madre falleció, mi padre me llevó a Campos, porque ya no podía ocuparse de mí”.

Se detuvo un momento, creí que iba a continuar su historia, pero dijo: “Sabes, en Campos tenemos una costumbre. Cuando los muchachos y las muchachas han crecido (utilizó la expresión de los indios, desarrollado), tienen que dejar el pueblo e ir adonde quieran, para ver el mundo. Hay muchos que van a las grandes ciudades, a Guadalajara, o a México.

Los que tienen los medios se van a otros países, a los Estados Unidos o a Costa Rica. Yo quería ver el mar, porque he olvidado el mar desde que dejé mi país. Así que tomé el autobús para Manzanillo. Con el dinero que me han dado, compré muchos juguetes de plástico y los vendí en los mercados, o en las playas. Me compré un reloj. Ahora ya no me queda dinero, así que regreso a Campos. Eso es todo, no tengo nada más que decir sobre el asunto”. Parecía bastante contento de haber contado ese cuentito.

Y a mí me costaba creérselo. Me daba la impresión de alguien muy astuto bajo una máscara de ingenuidad infantil.

Tenía respuestas preparadas, y las utilizaba según la circunstancia. “¿Y te gustó el mar en Manzanillo?” Se distendió, recuperó su aire despreocupado.

“Es magnífico –dijo–. Es grande, muy grande, y las olas caen sobre la playa todo el tiempo, de día, de noche, ¿de dónde vienen?”

Me miraba con ojos brillantes. Comprendí que aquella no era una manera de hablar, sino de plantear la pregunta realmente. “No sé –respondí–. Del otro lado del mundo, de la China o de Australia, supongo.”

Mi respuesta no le satisfizo. Entonces volvió a hablar de Campos. “Sabes, Campos, allá donde yo vivo, es un pueblo muy pequeño, en el extremo de un valle, con una montaña muy alta encima.

Al principio, cuando yo llegué, creía que más allá de esa montaña no había nada, creía que era el fin del mundo. Pensaba en mi país, en Rivière-du-Loup, quería escaparme para volver allá. Después me olvidé, me acostumbré a vivir sin mi padre.

Estuve contento de ir a Manzanillo, de ver la ciudad con toda la gente, de ver el mar, al anochecer me sentaba en la playa y miraba las olas.”

El autobús escalaba la montaña por una ruta en zigzag. Ya no se veía el lecho del río Armería, ni las planicies áridas.

Jean-Marie Gustave Le Clézio



El otro día fui a la feria a escuchar a Le Clézio. Es un autor que me gusta mucho y que me acompañó como un amigo en muchos momentos de mi vida. Lástima que la presentación y el diálogo estuvieron a cargo de una persona -dicen que es escritor- que evidentemente no tenía mucha idea de con quién estaba hablando y de qué iba su obra. Fue con unas patéticas notas de las que se servía para hacerle preguntas tontas y darse aires. Este país produce cada tanto un Borges, pero mientras tenemos que padecer a miles de Carlos Argentinos. El público, señoras gordas de la alliance y lectoras del suplemento cultural de La Nación. Este diario es aborrecible por lo que representa y a quiénes; sin embargo, graciosamente le saco estas páginas:

Jean-Marie Gustave Le Clézio y la memoria
Considerado como uno de los mejores escritores franceses vivientes, el autor de El atestado (Premio Renaudot), cuenta en El africano (Adriana Hidalgo) la historia de su niñez y la lucha de su padre por los nativos en el Africa colonial



Termes, hormigas y otros insectos

Por J. M. G. Le Clézio

Delante de la casa de Ogoja, pasado el límite del jardín (más una pared de matorrales que una cerca cuidada), empezaba la gran llanura herbosa que se extendía hasta el río Aiya. La memoria de un niño exagera las distancias y las alturas. Tenía la impresión de que esa llanura era tan vasta como el mar. Estuve horas en el borde del zócalo de cemento que servía de vereda a la casa, con la mirada perdida en esa inmensidad, siguiendo las olas del viento en la hierba, deteniéndome de tarde en tarde en los pequeños remolinos de polvo que bailaban por encima de la tierra seca y escrutando las manchas de sombra al pie de los irokos. Estaba de verdad en el puente de un barco. El barco era la cabaña, no sólo las paredes de piedra y el techo de chapa, sino todo lo que tenía la huella del imperio británico, a la manera del buque George Shotton , del que había oído hablar, ese vapor acorazado y armado con cañonera, cubierto por un techo de hojas, en el que los ingleses habían instalado las oficinas del consulado y que remontaba el Níger y el Benue en la época de lord Lugard.

Sólo era un niño y el poderío del Imperio me era bastante indiferente. Pero mi padre aplicaba su regla como si sólo ella diera sentido a su vida. Creía en la disciplina, en el gesto de cada día: se levantaba temprano, enseguida se hacía la cama, se lavaba con agua fría en una palangana de cinc y había que guardar esa agua jabonosa para remojar calcetines y calzoncillos. Las lecciones con mi madre cada mañana, ortografía, inglés, aritmética. El rezo cada tarde, y el toque de queda a las nueve. Nada en común con la educación francesa, la carrera de desanudar pañuelos y las escondidas, las comidas alegres donde todo el mundo hablaba a la vez, y para terminar, los dulces romances antiguos que contaba mi abuela, las ensoñaciones en su cama mientras se escuchaba chirriar la veleta y en el libro La alegría de leer seguir las aventuras de una urraca piadosa que viajaba por la campiña normanda. Al irnos a Africa habíamos cambiado de mundo. Lo que compensaba la disciplina de la mañana y de la tarde era la libertad de los días. La llanura herbosa delante de la cabaña era inmensa, peligrosa y atractiva como el mar. Nunca había imaginado que gozaría de esa independencia. La llanura estaba allí, delante de mis ojos, lista para recibirme.

No recuerdo el día en que mi hermano y yo nos aventuramos por primera vez por la sabana. Tal vez instigados por los chicos de la aldea, esa barra un poco heteróclita en la que había chicos muy pequeños, con grandes barrigas, y casi adolescentes de doce, trece años, vestidos como nosotros, con short caqui y camisa y que nos habían enseñado a quitarnos los zapatos y los calcetines de lana para correr descalzos por la hierba. Son los que veo en algunas fotos de la época, alrededor de nosotros, muy negros, desgarbados, por cierto burlones y combativos, pero que nos habían aceptado a pesar de nuestras diferencias.

Es probable que estuviera prohibido. Como mi padre estaba todo el día ausente, hasta la noche, debimos comprender que la prohibición sólo podía ser relativa. Mi madre era dulce. Sin duda estaba ocupada en otras cosas, en leer o en escribir, dentro de la casa, para escapar al calor de la tarde. A su manera se había hecho africana. Pienso que debía creer que, para dos chicos de nuestra edad, no había lugar en el mundo más seguro.

¿De verdad hacía calor? No tengo ningún recuerdo. Me acuerdo del frío del invierno, en Niza, o en Roquebillière, siento todavía el aire helado que soplaba por las calles, un frío de nieve y de hielo, a pesar de las polainas y los chalecos de piel de cordero. Pero no recuerdo haber tenido calor en Ogoja. Mi madre, cuando nos veía salir, nos obligaba a ponernos los cascos Cawnpore, en realidad sombreros de paja que nos había comprado en Niza, antes de irnos, en una tienda de la ciudad vieja. Mi padre, entre otras reglas, había establecido la de los calcetines de lana y zapatos de cuero encerado. Apenas se iba a su trabajo nos descalzábamos para correr. En los primeros tiempos me despellejaba con el cemento del suelo al correr. No sé por qué, siempre me arrancaba la piel del dedo gordo del pie derecho. Mi madre me ponía una venda y yo la ocultaba en los calcetines. Después volvía a empezar.

Un día corrimos solos por la llanura leonada en dirección al río. En ese lugar el Aiya no era muy ancho pero lo sacudía una corriente violenta que arrancaba de las orillas terrones de barro rojo. La llanura, a cada lado del río, parecía no tener límites. Cada tanto, en medio de la sabana, se alzaban grandes árboles de tronco muy recto que, más tarde supe, servían para proveer de planchas de caoba a los países industriales. También había algodoneros y acacias espinosas que daban una sombra ligera. Corríamos casi sin detenernos, hasta quedar sin aliento, por las altas hierbas que azotaban nuestros rostros a la altura de los ojos, guiados por los troncos de los grandes árboles. Todavía hoy, cuando veo imágenes de Africa, los grandes parques de Serengeti o de Kenia, siento un vuelco en el corazón y me parece reconocer la llanura por la que corríamos cada día, en el calor de la tarde, sin objetivo, como animales salvajes.

En el medio de la llanura, a una distancia suficiente para que no pudiéramos ver nuestra cabaña, había castillos. En un área vacía y seca, paredes rojo oscuro, con las cresterías ennegrecidas por el incendio, como las murallas de una antigua ciudadela. Cada tanto, a lo largo de las paredes, se levantaban torres cuyas cimas parecían picoteadas por pájaros, despedazadas, quemadas por el rayo. Estas murallas ocupaban una superficie tan vasta como una ciudad. Las paredes y las torres eran más altas que nosotros. Sólo éramos niños, pero en mi recuerdo imagino que esas paredes debían ser más altas que un hombre adulto y algunas de las torres debían superar los dos metros.

Sabíamos que era la ciudad de los termes.

¿Cómo lo habíamos sabido? Tal vez por mi padre o por algunos de los chicos del pueblo. Pero nadie nos acompañaba. Habíamos aprendido a demoler esas paredes. Habíamos debido empezar por lanzar algunas piedras, para sondear, para escuchar el ruido cavernoso que hacían al chocar contra los termiteros. Luego habíamos golpeado con palos las paredes, las altas torres, para ver desmoronarse la tierra polvorienta, mostrar las galerías y los animales ciegos que vivían en ellas. Al día siguiente, las obreras habían rellenado las brechas tratando de reconstruir las torres. Volvíamos a golpear, hasta que nos dolían las manos, como si combatiéramos a un enemigo invisible. No hablábamos, golpeábamos, lanzábamos gritos de rabia y otra vez pedazos de pared volvían a derrumbarse. Era un juego. ¿Era un juego? Nos sentíamos llenos de fuerza. En la actualidad me acuerdo no como de una diversión sádica de chico malo, con la crueldad gratuita que a los chicos puede gustarles ejercer contra una forma de vida indefensa, cortar las patas de los escarabajos, aplastar a los sapos con una puerta, sino como una especie de posesión que nos inspiraba la extensión de la sabana, la proximidad de la selva, el furor del cielo y las tormentas. Tal vez de esa manera rechazábamos la autoridad excesiva de mi padre devolviendo golpe por golpe con nuestros palos.

Los chicos del pueblo nunca estaban con nosotros cuando íbamos a destruir los termiteros. Sin duda, esa rabia por demoler los hubiera asombrado ya que vivían en un mundo donde los termes eran una evidencia, en el que representaban un papel en las leyendas. El dios Termes había creado los ríos al comienzo del mundo y era el que guardaba el agua para los habitantes de la tierra. ¿Por qué destruir su casa? Para ellos no hubiera tenido sentido alguno la gratuidad de esa violencia: fuera de los juegos, moverse significaba ganar dinero, recibir una golosina, cazar algo vendible o comestible. Los mayores vigilaban a los más chicos que nunca estaban solos, librados a sí mismos. Los juegos, las discusiones y los trabajos menudos se alternaban sin un empleo preciso del tiempo: mientras paseaban recogían ramas y bosta seca para el fuego, iban a buscar agua y charlaban durante horas delante de los pozos, jugaban a la payana en el suelo o se quedaban sentados delante de la cabaña de mi padre, mirando el vacío, esperando por una tontería. Si hurtaban algo sólo podían ser cosas útiles, un trozo de torta, fósforos, un viejo plato oxidado. Cada tanto el garden boy se enojaba, y los echaba a pedradas, pero al instante siguiente ya habían vuelto.

Nosotros éramos salvajes como jóvenes colonos, seguros de nuestra libertad, nuestra impunidad, sin responsabilidades y sin mayores. Escapábamos cuando mi padre estaba ausente, cuando mi madre dormía, y la llanura leonada nos atrapaba. Corríamos a toda velocidad, descalzos, lejos de la casa, a través de las altas hierbas que nos cegaban, saltando por encima de las rocas, por la tierra seca y resquebrajada por el calor, hasta las ciudades de las termitas. El corazón nos latía, la violencia desbordaba nuestro aliento, agarrábamos piedras, palos y golpeábamos, golpeábamos, hacíamos derrumbar paredes de esas catedrales, por nada, simplemente por la felicidad de ver subir las nubes de polvo, escuchar desmoronarse las torres, para que el palo resonara sobre las paredes endurecidas y quedaran al aire las galerías rojas como venas donde hormigueaba una vida pálida, color nácar. Pero tal vez al escribirlo hago demasiado literario, demasiado simbólico el furor que dominaba nuestros brazos cuando golpeábamos los termiteros. Sólo éramos dos niños que habían atravesado el encierro de cinco años de guerra, educados en un entorno de mujeres, en una mezcla de temor y astucia, donde el único destello era la voz de mi abuela maldiciendo a los "boches". Esos días en los que corríamos entre las altas hierbas en Ogoja eran nuestra primera libertad. La sabana, la tormenta que se formaba cada tarde, la quemadura del sol en la cabeza, y esa expresión demasiado fuerte, casi caricaturesca de la naturaleza animal, era lo que llenaba nuestros pequeños pechos y nos lanzaba contra la muralla de los termes, esos negros castillos que se levantaban hacia el cielo. Creo que desde ese entonces no volví a sentir semejante entusiasmo. Semejante necesidad de calcular y de dominar. Era un momento de nuestras vidas, sólo un momento, sin ninguna explicación, sin pesar, sin futuro y casi sin memoria.

Traducción: Claudia Solans

El legado de un padre

Por Hugo Beccacece
De la Redacción de LA NACION

El desencuentro entre un padre y un hijo alimenta un dolor que marca para siempre las vidas de uno y otro. En El africano , el escritor francés Jean-Marie Gustave Le Clézio ha buscado recuperar esa ocasión perdida por medio de la escritura. El resultado es un libro breve y admirable en el que cuenta parte de su niñez y de su adolescencia en Africa y en Niza y retrata a su padre con un estilo austero, que traduce en palabras el temple y las acciones de ese hombre al que llegó a entender cuando ya era tarde.

Jean-Marie Le Clézio nació en 1940 en Niza. Sus antepasados eran de origen bretón, pero se radicaron en Mauricio a fines del siglo XVIII. Su padre y su madre eran primos. El padre había nacido en Mauricio, cuando la isla formaba parte del Imperio Británico, y dejó su tierra natal en 1919. En Inglaterra, terminó sus estudios de medicina en el hospital Saint Jospen en Londres. Como era becario del gobierno, debía hacer un trabajo para la comunidad y

lo destinaron al departamento de enfermedades tropicales del hospital de Southampton. Pero apenas llegó, se dio cuenta de que los vínculos profesionales respondían a un protocolo burgués, casi victoriano, que no estaba hecho para él. Era un hombre que trataba a sus pacientes como iguales, que se interesaba no sólo por sus síntomas, sino por sus vidas, y que no toleraba las jerarquías absurdas que servían sobre todo para poner distancias. Pidió un destino en las colonias y pocos días después, lo asignaron a Georgetown, en la Guyana británica. Tenía entonces treinta años.

Durante el período de juventud que vivió en Europa, el padre de Le Clézio disfrutaba las vacaciones porque le permitían viajar a París y vivir en la casa de su tío, oriundo de Mauricio como él. Además, en París, estaba la prima, con la que se casaría. En esa casa, la familia no hacía sino recordar los hermosos tiempos mauricianos y la historia ancestral en la isla.

El territorio "salvaje"

Mientras el padre, aún soltero, estaba en Guyana, se creó un puesto en Africa occidental bajo mandato británico. Se necesitaba un médico en el este de lo que hoy es Nigeria y en el oeste de Camerún. El joven graduado se presentó como voluntario y en 1928 llegó a Victoria, en la bahía de Biafra. Se quedaría en esas tierras veintidós años. Sólo las abandonó durante un corto período durante el embarazo de su mujer. Y cuando, ya jubilado, volvió a Francia, siguió viviendo como si estuviera en Africa, como si siguiera recorriendo los poblados o todavía atendiera en los hospitales del continente negro. Continuaba levantándose a las seis de la mañana, se ponía un pantalón caqui y un sombrero para ir a hacer las compras al mercado, regresaba a la casa para hacer la comida, que preparaba con precauciones higiénicas semejantes a las empleadas en un quirófano. Su dieta era la misma que la de las tribus con las que había convivido. Se ocupaba de todas las tareas domésticas, desde arreglar las baldosas rotas de su departamento hasta lavar, planchar y zurcir la ropa.

El médico graduado en Londres, nostálgico de Mauricio, que apenas llegó a Africa abrazó con devoción el tipo de vida de los nativos, detestaba el régimen colonial implantado por los blancos y el tipo de vida que llevaban los colonos en las regiones costeras. Rechazaba la zona lujosa, de jardines impecables, de canchas de golf, de clubes donde los blancos se daban cita para emborracharse o aburrirse entre ellos, menospreciaba las casas que más bien parecían palacios occidentales levantados en una especie de limbo absurdo. No le gustaban los banqueros ni los administradores civiles ni los plantadores, en suma, la casta que vivía de un modo fastuoso, pero tampoco le agradaban los nativos asimilados, los profesionales y servidores vestidos a medias a la europea, cuyo sueño era pertenecer a la elite inalcanzable de la que dependían.

La madre de Jean-Marie pensaba y sentía lo mismo que su futuro esposo. Cuando sus amigas parisienses se enteraron de que iba a casarse con su primo médico, le preguntaron, asombradas, si se iba a vivir entre los salvajes. Y ella les respondió: "¡No son más salvajes que la gente de París!".

Al principio, el "africano" se instaló en Bamenda, en las altas mesetas de Camerún. Allí trabajó en un dispensario, asistido por monjas holandesas. La casa de los Le Clézio se llamaba Forestry House y tenía un techo de hojas. Ese fue el primer hogar del matrimonio en Africa. La equiparon con muebles tallados en madera de iroko y la decoraron con esculturas tradicionales del lugar. Esos muebles y esas esculturas los acompañaron a todos los lugares en los que se radicaron. Algunos de esos objetos terminaron en Francia, después de más de dos décadas.

En 1932, el matrimonio dejó Forestry House y se instaló en Banso, en la montaña. Allí iba a crearse un hospital. Ese era el límite de la civilización occidental. Más allá empezaba el mundo "salvaje". El padre de Jean-Marie era el único médico en un territorio inmenso. Debía ocuparse de la salud de esos hombres y mujeres que lo veían llegar acompañado por su mujer. Para atenderlos, los esposos cabalgaban días enteros bajo el sol. Se veían obligados a cruzar ríos torrentosos y helados que bajaban de las cumbres. Cuenta Le Clézio que su madre montaba de costado, a lo amazona, como había aprendido a hacerlo en el picadero de París. Cuando llegaban a los poblados, los recibían los reyes de las tribus. La pareja llevaba la misma vida que los nativos. Comían las comidas locales, por supuesto, cocinadas bajo la vigilancia del médico, con la obsesión higiénica de un cirujano, y terminaban haciéndose amigos de quienes recurrían a él en busca de cura. El padre tenía un trato llano y cariñoso con los pacientes; podría decirse que el médico ejercía cierta discriminación paradójica: años más tarde, sus hijos, en la niñez, no recibirían de él la solicitud y la ternura que había desplegado con sus pacientes en los años de Banso.

En esos largos viajes por las montañas, el joven matrimonio dormía por las noches en tiendas levantadas por ellos mismos. Se acostaban en camas tijera, protegidos por mosquiteros y, en las noches de fiesta o de celebración religiosa de los pueblos, escuchaban los tambores de las ceremonias. Dice Le Clézio: "Estaban enamorados. El Africa, a la vez salvaje y muy humana, era su noche de bodas. Todo el día el sol les había quemado el cuerpo y estaban colmados de una fuerza eléctrica incomparable".

La voz de la ley

En 1938 la madre de Jean-Marie volvió a Francia para tener a su primer hijo. Su esposo la acompañó y permaneció con ella hasta el final del verano de 1939. En ese período, no sólo nació el primogénito, también se produjo un nuevo embarazo. Esos meses serían el único intervalo europeo que se tomaría "el africano" hasta su jubilación. Regresó a su puesto de trabajo en el preciso momento en que estalló la guerra. De pronto, quedó aislado, apartado de su mujer y de sus pequeños hijos, que permanecieron en Europa. El gobierno británico le asignó un nuevo destino, en Ogoja, un pueblo grande en una hondonada, rodeado por la selva y separado de Camerún por las montañas.

Los años en Ogoja cambiaron por completo al padre. Tenía a su cargo un hospital en el que nunca había tiempo suficiente para atender a los enfermos y a los heridos. Era imposible tener con los pacientes el mismo trato que les había dispensado a los nativos en sus viajes por las cumbres. Por primera vez, en esas salas desnudas de una institución, descubrió la mirada de miedo de los africanos hacia el médico. No lo conocían, no tenían confianza en él, lo veían amputar piernas, brazos y manos, aplicar inyecciones con una aguja de lata de cinco centímetros, cerrar los ojos de los muertos y oficiar la magia de la medicina occidental que, a menudo, también curaba. Pero no había tiempo para ganarse el afecto de los enfermos. Y entonces sobrevino la desilusión. "El africano" se dio cuenta de que había cumplido hasta entonces a la perfección el papel del "médico colonial", del representante "bueno" del gobierno británico, de los blancos. El había sido y seguía siendo una perfecta coartada para los crímenes del régimen colonial. Dice Le Clézio: "Mi padre descubrió, después de todos esos años en los que se había sentido cercano a los africanos, su pariente, su amigo, que el médico sólo era otro actor del poderío colonial, no diferente del policía, del juez o del soldado [...]. El ejercicio de la medicina era también un poder sobre la gente y la vigilancia médica era también una vigilancia política".

Fue como si se hubieran desatado todos los demonios. En Ogoja, el padre supo de las guerras tribales, de la brujería practicada con venenos y amuletos y hasta oyó hablar de canibalismo. En 1948, la madre y los dos hijos se reunieron en Africa con el padre. Se había convertido en un hombre de una severidad temible. Los chicos, criados en Europa, mimados por los abuelos y por los cuidados maternos, desconocían la voz de la ley. La escucharon por primera vez en Africa. Al principio, los dos niños quisieron jugarle una broma al padre y le pusieron pimienta en la pipa. El médico que se desvivía por sus pacientes salió a cortar cañas al bosque para pegarles con ellas a sus hijos. Los pequeños Le Clézio comprendieron en una sola lección que ese hombre no toleraría ninguna falta de respeto, que las quejas, los llantos y las extorsiones sentimentales no iban a ser toleradas. El rigor paterno era justo, pero había en esa dureza ética una dosis de frustración. Había podido hacer muy poco para cambiar el continente de sus ilusiones y eso lo amargaba.

Cuando le llegó la hora del retiro, "el africano", como lo llama Le Clézio, volvió a Francia con su familia. Su conducta no cambió cuando tomó contacto de nuevo con la cultura europea. Siguió exigiendo a sus hijos el respeto a la ley y el cumplimiento del deber casi con ferocidad. Los muchachos lo veían, a veces, como un enemigo.

Le Clézio data el fallecimiento de su padre con un hecho determinante para un médico y para Africa: "Murió el año en que apareció el sida". Esa enfermedad consume hoy a un tercio de la población del continente africano y revela, una vez más, que nada cambió a pesar de la independencia política de las colonias. Las potencias occidentales no prestan la atención debida a los territorios en que siguen ejerciendo su influencia de un modo más sinuoso y, por eso mismo, más irresponsable.

Volver a las fuentes

Curiosamente, Le Clézio y su padre trataron de modos distintos de volver a las fuentes. En el caso de éste, hasta su matrimonio marcó la voluntad de no apartarse de los orígenes, de no salir del ámbito familiar. Dice el escritor: "mi padre y mi madre estaban unidos por ese sueño, eran los dos como los exiliados de un país inaccesible".

En Guyana, donde debía ejercer su profesión de modo itinerante, el padre navegaba por los ríos y se detenía en los muelles de las poblaciones para atender a los enfermos. Su figura se hizo muy conocida entre los nativos. Siempre lo acompañaba una cámara Leica de fuelle. No cesaba de tomar fotos en blanco y negro con las que registraba la belleza de las comarcas que recorría.

Muchos años más tarde, Jean-Marie, el hijo, apasionado por alcanzar no sólo las fuentes de su familia, sino las de la verdad, que buscó en la materia, en los ritos primitivos, en el éxtasis de las drogas (a la manera del poeta Henri Michaux), viajó por América, por Africa y por Asia. En esos viajes, recogió y recreó los mitos, las costumbres y las historias de otras culturas, que les darían sustancia a varias de sus novelas y de sus ensayos. Por supuesto, también navegó por los mismos ríos por los que había navegado su padre. Cuando volvió de las tierras americanas, le contó al viejo médico que había hablado de él con los indios viejos y que éstos no sólo lo recordaban; además, lo invitaban a volver: "A cambio de su saber y de sus medicamentos le ofrecían casa y comida durante todo el tiempo que quisiera". La respuesta fue: "Hace diez años, hubiera ido".

Algunas películas
















Fausto, de Svankmajer
Leon Morin prêtre, de Melville
Compulsión, de Fleischer
Ladrones como nosotros, de Altman
Terror ciego, de Fleischer
Sunday, bloody sunday, de Schlesinger
La senda tenebrosa, de Daves
Dichosamente tuya, de Weerasethakul
Cuando llegue septiembre, de Mulligan
The power of Kwandon province de Hong Sang-soo
La pianista, de Haneke
La vie de Boheme, de Kaurismaki
La mentira infame, de Wyler
París je t'aime, (Uffff)

jueves, 26 de abril de 2007

Muriel, Mouchette y otros

PELICULAS NUEVAS :

  • Seven Men From Now de Budd Boetticher (con Randolph Scott y Lee Marvin)
  • Muriel de Alain Resnais
  • Cronica de un Verano de Jean Rouch
  • Mouchette de Robert Bresson
  • The Tales of Hoffman de Powell & Pressburger
y todavia faltan las de Caito...

















lunes, 23 de abril de 2007

Sobre el arte conceptual




Por Sol LeWitt (in memoriam)

1 Los artistas conceptuales son místicos más que racionalistas. Llegan a conclusiones a las que no llega la lógica.
2 Los juicios racionales repiten juicios racionales.
3 Los juicios irracionales llevan a nuevas experiencias.
4 El arte formal es esencialmente racional.
5 Los pensamientos irracionales deberían seguirse de manera absoluta y lógica.
6 Si el artista cambia de opinión a mitad de camino en la ejecución de su obra, pone en riesgo el resultado y repite resultados pasados.
7 La voluntad del artista es secundaria al proceso que va de la idea a la concreción de la obra. Su voluntad bien puede ser puro ego.
8 Cuando se utilizan palabras como pintura y escultura, se connota toda una tradición, y esto implica la aceptación de esta tradición, imponiendo así sobre el artista una serie de limitaciones que lo llevarán a evitar hacer arte que vaya más allá de esas limitaciones.
9 El concepto y la idea son diferentes. El primero implica una dirección general mientras que el segundo es el componente. Las ideas ejecutan el concepto.
10 Las ideas pueden ser obras de arte: se encuentran engarzadas en una cadena de desarrollo que eventualmente puede encontrar alguna forma. No todas las ideas necesitan materializarse.
11 Las ideas no proceden necesariamente en un orden lógico. Pueden enviarlo a uno en direcciones inesperadas, pero cualquier idea debe, necesariamente, completarse en la mente antes de que se forme la siguiente.
12 Por cada obra de arte que se materializa hay muchas variaciones que no.
13 Una obra de arte puede entenderse como el conducto que une la mente del artista con la del espectador. Pero bien puede nunca llegar a la mente de éste, o dejar siquiera la del artista.
14 Las palabras de un artista a otro pueden inducir una cadena de ideas, si comparten el mismo concepto.
15 Dado que ninguna forma es intrínsecamente superior a otra, el artista puede usar cualquier forma, desde una combinación de palabras (hablada o escrita) hasta la realidad física.
16 Si se utilizan palabras, y provienen de ideas sobre el arte, entonces son arte y no literatura; los números no son matemática.
17 Todas las ideas son arte si se preocupan por el arte, y caen dentro de las convenciones del arte.
18 Por lo general, uno entiende el arte del pasado aplicándole las convenciones del presente, malinterpretando así el arte del pasado.
19 Las convenciones del arte son alteradas por las obras de arte.
20 El arte exitoso cambia nuestro entendimiento de las convenciones al alterar nuestras percepciones.
21 La percepción de ideas lleva a nuevas ideas.
22 El artista no puede imaginar su arte, como tampoco puede percibirlo hasta que lo ha terminado.
23 El artista puede percibir erróneamente una obra (es decir, entenderla de un modo diferente a su autor), pero este malentendido de todos puede dar comienzo a su propia cadena de pensamiento.
24 La percepción es subjetiva.
25 El artista no necesariamente debe entender su propio arte. Su percepción no es ni mejor ni peor que la de los demás.
26 Un artista puede percibir el arte de los otros mejor que el propio.
27 El concepto de una obra de arte puede involucrar la materia de la que está hecha la obra o el proceso durante el que se realiza.
28 Una vez que la idea de la obra se establece en la mente del artista y su forma final es decidida, el proceso se lleva a cabo a ciegas. Hay muchos efectos secundarios que el artista no puede imaginar. Estos pueden utilizarse como ideas para nuevas obras.
29 El proceso es mecánico y no debería interferirse en él. Debería seguir su curso.
30 Hay muchos elementos involucrados en una obra de arte. Los más importantes son los más obvios.
31 Si un artista utiliza la misma forma en un grupo de obras, y cambia el material, uno debe asumir que el concepto del artista involucraba el material.
32 Las ideas banales no pueden salvarse mediante bellas ejecuciones.
33 Es difícil arruinar una buena idea.
34 Cuando un artista aprende su oficio demasiado bien, hace arte demasiado cool.
35 Estas frases son comentarios sobre arte, pero no son arte.

Sol LeWitt (1928-2007), uno de los padres fundadores del arte conceptual norteamericano, murió la semana pasada. Estas Frases sobre el arte conceptual fueron escritas y publicadas en 1969, cuando LeWitt se había convertido en la figura más emblemática del conceptualismo.
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