jueves, 31 de mayo de 2007

OTRA PELICULA



La Salamandra, de Alain Tanner, 1971, con Bulle Ogier y guión de John Berger!

Ancora più








Crimes of the future, de David Cronemberg

El vengador solitario (Ride Lonesome), de Bud Boetticher

Bob le flambeur, de Jean-Pierre Melville

Cartas desde Iwo Jima, de Clint Eastwood
V de venganza

La mano izquierda de Dios, de Edward Dmytryk

El almuerzo desnudo, de David Cronemberg







miércoles, 30 de mayo de 2007

Más películas en nuestra videoteca









¡Gracias Pancho!

"Un fantasma que no se dejaba inmovilizar"








Las fotos que Bert Stern le tomó a Marilyn Monroe unos días antes de su muerte
(Nota publicada hoy en el excelente diario La Jornada, de México)

En su libro La última sesión, el fotógrafo publica las imágenes que en su tiempo censuró Vogue

ARMANDO G. TEJEDA CORRESPONSAL



Marilyn Monroe era, además del máximo mito del cine del siglo XX, "un fantasma que no se dejaba inmovilizar". Su belleza era como la luz, que lo mismo se desvanecía que irrumpía con voluptuosidad ante la mirada del fotógrafo Bert Stern, un artista del retrato que tuvo el privilegio de captar con su cámara a esa "adorable criatura" sólo unas semanas antes de su trágica muerte. En su libro La última sesión (Editorial Electa), Stern muestra las imágenes de la diva que en su día censuró la revista Vogue, en las que posa con el cuerpo desnudo, mostrando inclusive una cicatriz en el abdomen.

Marilyn Monroe nació el primero de junio de 1926 en Los Angeles con el nombre de Norman Jean Baker, que cambió cuando comenzó su andadura en el mundo del cine y la moda. Con los años se convirtió en el mayor mito sexual del celuloide, al tiempo que empezó a construir una biografía trepidante, plagada de amoríos con personajes de la cultura y la política, como Arthur Miller y el ex presidente de Estados Unidos John F. Kennedy. Con tan sólo 36 años, Marilyn Monroe murió en una noche de sábado en un cuarto de hotel, sola y después de haber ingerido numerosos barbitúricos y antidepresivos. Al día siguiente, una de sus asistentes encontró su cuerpo desnudo boca abajo sobre la cama. Ahí empezó a construirse el mito póstumo de la mayor diva del cine del siglo XX.

Pero unas semanas antes, en una suite del hotel Bel-Air de Los Angeles, el fotógrafo Bert Stern sometió a Marilyn a una larga sesión de fotografía de más 12 horas, en las que la actriz aparece con poco maquillaje y sin ropa. Sin embargo, la revista Vogue, para la que trabajaba el fotógrafo, consideró las instantáneas "demasiado atrevidas", por lo que decidió no publicarlas y solicitar una nueva sesión a la diva, que accedió y que posteriormente fueron publicadas en el semanario.

Sin embargo, las imágenes de la primera sesión habían permanecido semiocultas, sólo conocidas por algunos coleccionistas y aficionados a la fotografía, por lo que Stern decidió recuperar los negativos de sus archivos y homenajear así, con un libro, a Marilyn Monroe.

"Es como fotografiar la propia luz"

Stern cuenta su primera impresión al tener enfrente a la diva: "Marilyn no se dejaba inmovilizar. Era inútil esperar una imagen de ella. Liz Taylor tiene una belleza clásica. Ella es la belleza. Marilyn es un fantasma. Si se inmoviliza, aunque sólo sea un instante, su belleza se desvanecerá. Fotografiarla es como fotografiar la propia luz".

El fotógrafo también recupera algunos pasajes de su diálogo con Marilyn Monroe durante la sesión, como la que entablaron con la cicatriz de su abdomen de por medio:

-¿Y mi cicatriz?

-No sabía que tuviera una cicatriz. ¿Cómo se la hizo?

-Me sacaron la vesícula biliar hace poco más de un mes. ¿Cree que la cicatriz se verá?

-Sí, se ve, siempre se podrá borrar retocando.

Stern también recuerda los primeros minutos de la sesión: "Toda nuestra atención se concentra en las tomas. Bebemos champán. Es difícil, muy difícil, porque ella no está quieta ni un momento. Mariposea. Es un fuego fatuo, tan inasible como el pensamiento, tan vivo como la luz que acaricia su cuerpo. Es una ilusión."

Una de las instantáneas también muestra a una Marilyn Monroe sonriente y con la mirada perdida, como si estuviera ebria. Stern cuenta: "Cojo mi foto para hacer una foto de los dos. Ahora está completamente ebria. Ríe y patalea en la cama. Trato de calcular el encuadre sin recurrir a la polaroid. No quiero hacer nada que le haga perder esa chispa. Porque, con independencia de todo el resto, tengo con qué hacer el juguete de mi vida. Marilyn se dispone a hacer un personaje que nunca se ha visto en el cine ni en ninguna otra parte. Ahí, bajo mis ojos, se transforma en una criatura de luz. No hay tiempo que perder. Ajusto la abertura a f.8."

El crítico de arte Bertrand Lorquin, quien también fue el responsable de cuidar la edición del libro La última sesión, explicó las razones para difundir estas imágenes de la diva: "Zola nos describe de forma magistral en Naná cómo se adueñan las actrices de la belleza a partir del siglo XIX e imponen un nuevo tipo que ya no debe nada a la mirada del pintor. Precisamente en los teatros puede contemplarse la eclosión de las mujeres-flores, que aparecen en escena con un vestuario mínimo. Luego la comediante pasa a ser estrella y la estrella se convierte en modelo. El artista que inventa la belleza a partir del modelo ya no es un pintor ni un escultor: se ha transformado en fotógrafo. Bert Stern se enfrentaba a un reto cuando propuso a Vogue el reportaje sobre la estrella. Sabía que sólo las fotografías de desnudo podían plasmar los valores estéticos que emanaban de ella".

Asimismo, añade: "La mayoría de las Venus auriñacienses poseen una estructura romboidal acampanada, porque son ante todo una metonimia del cuerpo, una desnaturalización de la naturaleza. Las fotos de Bert Stern invierten esta tendencia. Es preciso que Marilyn vuelva a convertirse en natural, es decir, en lo que Baudelaire consideraría abominable. El fotógrafo revela, al tiempo que una imagen de ensueño, un cuerpo marcado por una cicatriz que no oculta. ¿Cómo pasar de la desnudez al desnudo, de la crudeza a lo inmaterial?"

martes, 29 de mayo de 2007

Mas peliculas









Two Lane Blacktop de Montel Hellman


Catch 22 de Mike Nichols


Little Miss Sunshine de Jonathan Dayton y Valerie Faris


The Driver de Walter Hill


Tango! de Moglia Bart


Las aventuras del Principe Achmed de Lotte Reiniger


The Harder They Come de Perry Henzell

Películas nuevas



















Crimewave, de Sam Raimi, con guión de los hermanos Coen
Requiem (El exorcismo de Mikaela) de Hans-Christian Schmid
Shock, de Mario Bava
Confía en mí, de Hal Hartley
Edipo Rey, de Pasolini
Accattone, de Pasolini
Another Country, de Kanievsky
Asuntos infernales, la película de Hong Kong sobre la que se hizo Los infiltrados
El gato de las 9 colas, de Dario Argento
El hombre con visión de rayos X, de Roger Corman
La cautiva, de Chantal Ackerman (por ahora con subs en inglés)
Carmen y Helas pour moi, de Godard, sin subtítulos
El desvío de Edgar Ulmer
Gracias por fumar, de Jason Reitman
Sin sol, de Chris Marker
El inquilino, de Polansky

Entrevista a Manoel de Oliveira




Publicada en la revista Letras de Cine el 23/01/06

CIRCUNSTANCIAS: Fue en Ataquines, en busca de una gasolinera, cuando por primera vez dudamos de que nuestro encuentro con Oliveira fuera posible. El grupo de Letras de cine, conducido por uno de sus más expertos críticos, pero por docto en las artes de la orientación, fue llevado campo a través por inhóspitos caminos de tierra y de barro que nos fueron hundiendo cada vez más en la desesperación. Atónito, un habitante del pueblo nos miró con la indiferencia del que sabe que está en lo cierto y que el otro está equivocado, pues nuestra ruta llevaba directamente a un callejón sin salida que sólo daba dos opciones, o retroceder y sufrir la humillación de ver reírse de nosotros a una oveja con sonrisa de hiena, o atravesar la autopista campo a través, decisión que discutimos, hasta que la lógica, sólo por esta vez, terminó por triunfar. Optamos por dar marcha atrás para encontrarnos de nuevo con la cara del indígena, que muy sabio él, nos indicó con la mirada la verdadera salida, gesto que bien podría haber hecho hacía tan sólo unos minutos antes. Pero por ser Valladolid, prefirió esperar a la desgracia ajena.
Nuestra voluntad, tras este primer percance, seguía inquebrantable, así que muy orgullosos seguimos en marcha, y tras una serie de discusiones sobre quién había sido más culpable, si el piloto ciego, el copiloto sordo, o el cinéfilo indiferente ante la rocambolesca circunstancia que llevábamos en el asiento de atrás, nos lanzamos carretera adentro hasta llegar a Madrid, donde de nuevo, y pese a las indicaciones de los jocosos miembros de la revista, el piloto prefirió seguir su instinto y dirigirse hacia la izquierda en vez de hacia la derecha, palabra que cualquier tísico habría escuchado con bastante claridad gracias a nuestros persistentes gritos, acompañados de espectaculares aspavientos. Tras otros minutos de pérdida en las laberínticas calles de Madrid, dejamos el coche a buen recaudo en uno de esos sospechosos garajes donde te piden las llaves con una soltura y una despreocupación sospechosas, y te dan a cambio un paupérrimo papel mal sellado escrito con bolígrafo como garantía. Hecho lo cual, fuimos a los cines de la Filmoteca para hablar con nuestro intermediario, Antonio Santamaría, que muy gentilmente se había ofrecido para presentarnos a uno de los grandes del cine. Tras unas breves palabras fuimos a una cafetería, con insuficiente solera para mi gusto, en la que tratamos, un tanto acongojados, de estar la altura con nuestras preguntas, que allí redactamos a pesar de las continuas y mordaces puyas repetidas una y otra vez por uno de los entrevistadores, que muy vivazmente criticaba y se reía de nuestra pedantería, defecto bien conocido por nuestro lectores, y a la que nos aferramos sin apenas darnos cuenta. Tras el prolongado sufrimiento uno de los comensales tuvo que lavarse la cara varias veces con verdadera fruición y hasta saña, diría yo por lo enrojecido de su rostro.

Y con las preguntas aún mal redactadas y hasta casi indescifrables llegó el momento de ver entrar a Oliveira en el bonito cine Doré, donde le escuchamos hablar antes de presentar su penúltimo filme "Oporto do minha infancia" (con Oliveira nunca se puede hablar del último, porque antes de que acabes de pronunciar el título del filme ya ha terminado otro). Tras la proyección tuvimos que escuchar una serie de preguntas no muy inteligentes pero interesantes comparadas con las que se hacen en las ruedas de prensa del Festival de San Sebastián, donde habitualmente la mayoría de los periodistas hacen preguntas tan ridículas como sus conocimientos.

Sabedores de nuestro buen enchufe confiábamos en poder entrevistar a nuestro admirado director, que cansado tras el viaje, con más de noventa años a sus espaldas, y con cara de comprensible hartazgo, dijo que sí, que sí que nos permitiría hablar con él, aunque brevemente. Ascendimos al privilegiado despacho de nuestro querido amigo Santamarina, y allí, en la compañía de Hilario J. Rodriguez, que ¡Oh Dios!, sabía encima portugués, hizo una traducción perfecta y literal de nuestras largas y complicadas preguntas, que en algunas ocasiones y por culpa de los traductores, nos han hecho quedar un tanto decepcionados, pues uno pone toda su absurda esperanza en definir la esencia de una vida y de una obra en tres o cuatro líneas, y luego el traductor, salvaje y comprensiblemente, las mutila.

Una vez sentados, y con la grabadora del propio Hilario sobre la mesa, comenzamos. La primera pregunta, como nos temíamos, fue un fracaso, y no la incluimos en la entrevista porque la apreciación que nosotros teníamos sobre una imagen no se correspondía en absoluto con la que tenía Oliveira, que extrañado y todavía con cara de agotado, pasó a la siguiente. Por suerte, y como en seguida comprobamos aliviados, pareció interesarle, tanto, que como se verá, nos soltó una de esas maravillosas parrafadas llenas de sabiduría artístico-existencial con las que tanto hemos disfrutado en otras ocasiones con gente como Antonio López.

Nuestro silencio era respetuoso, reverencial, y nuestros gestos rituales, medidos para no llamar su atención, pues estábamos ante una verdadera presencia, ante un verdadero maestro, quizá la persona más dotada que habíamos conocido hasta ese momento. Respiraba y exhalaba verdades por todas partes, tantas, que apenas intervenimos, pues él solo fue entretejiendo las palabras hasta dar forma a esta pequeña entrevista que aquí ofrecemos empañada por el caudal de lo ibérico, que tanto nos puede ofrecer. D.V.V

LETRAS DE CINE: Al recordar una cualquiera de sus películas, pero quizás más que ninguna "Inquietud", nos preguntamos por qué le gusta mostrar de forma a veces rígida el origen teatral o literario de los textos en los que se basan.

OLIVEIRA: Los textos son muy importantes, son de escritores particulares. Además, la palabra es también magia, la palabra es cine. Al principio el cine giraba en torno a la idea de movimiento. El cine parte de la fotografía, que a su vez es bastante objetiva, de ahí que se aparte de la pintura. Como las personas aparecían siempre estáticas en las fotografías, sin importar lo que estuviesen haciendo, ya fuese saltar, bailar o caminar, esto creó el deseo del movimiento. Ahí precisamente, en ese deseo de movimiento, fue donde tuvo su origen el cine. Pero el cine no es eso solamente. El escritor y filósofo francés Gilles Deleuze ha escrito dos libros, La imagen/tiempo y La imagen/movimiento, muy importantes para mí. En ellos se sostienen muchas teorías que hago mías. Así, por ejemplo, puede decirse que la palabra es imagen, pues yo digo mesa y la veo, y si especifico cómo es esa mesa entonces la imagen de esa mesa comienza a ser más nítida. Si yo hablo de una puerta, en seguida tengo la noción de lo que es una puerta; pero si digo la puerta lisa o la puerta completamente lisa, entonces es diferente, más precisa la imagen que me hago de ella. Por tanto, la palabra equivale a la imagen. Y el tiempo equivale al movimiento. Nosotros podemos estar aquí, quietos, parados, sin que por ello el tiempo se pare. Es un tiempo que va del antes al después de cada cosa. Por eso Deleuze escribió La imagen/movimiento y La imagen/tiempo. La imagen implica la palabra y el tiempo implica el movimiento, y este conjunto es el que da forma al cine. El cine antes era mudo, de manera que había la preocupación de que a través de las imágenes se explicase todo. Después vinieron la voz y el color. Antes, sin embargo, el cine era como los sueños, que tampoco tienen sonido ni color, de modo que puede decirse que el cine era onírico. Al ganar color y sonido, la palabra comenzó a hacer el cine más realista, más cercano a la vida. Fue la palabra, de hecho, la que de verdad hizo que el cine comenzase a ser más realista. Por eso tenemos que abandonar este concepto de que el cine sólo es movimiento, porque no es suficiente. Sólo el gesto tiene expresión. Algo que se mueve no tiene que expresar nada. Con el gesto hay una sensación de comunicación, de fuga, de miedo... De ahí que yo crea que la palabra es una parte indispensable de eso que llamamos cine. Sonido, palabra, imagen y música son, en mi opinión, los cuatro pilares que sustentan, como las columnas en un templo griego, el edificio del cine. Le dan unidad y significado.

LETRAS DE CINE: ¿Usted cree que entre su obra y la obra de otros cineastas, como Ophuls, Straub o Dreyer, hay una relación que los convierte en cineastas, por así decirlo, que muestran distancia dramática con aquello que presentan en la pantalla?

OLIVEIRA: Creo que un recurso relativamente fácil es la emoción, que siempre cae en el sentimentalismo. Cuando una persona está muy emocionada, se cierra a la razón. Yo creo que en las antiguas tragedias griegas, que todavía están en lo más alto de la expresión artística, se limitaba la emoción para que siempre prevaleciese la razón, para que se pudiese hacer una crítica, formular un juicio sobre aquello que se estaba viendo. Los realizadores que defienden mucho los sentimientos y hacen que el público llore y llore no me resultan familiares, aunque no por completo. Dreyer, por ejemplo, huye de eso en cierta manera. No es que en sus películas no haya una parte dramática, pero lo cierto es que están rodadas desde una cierta distancia para que nunca el juicio del espectador se desvanezca. El hombre es un animal racional y a través de la razón es como nosotros distinguimos unas cosas de otras, el bien del mal, creamos o podemos crear una ética gracias a la cual separamos los hechos en grupos, porque toda ética va contra la naturaleza, va contra nuestros impulsos. Un grupo de esculturas que yo pude ver en Pompeya, mientras filmaba allí varias tomas durante el montaje de "Palabra y utopía", que se estaba llevando a cabo en París, me impresionó mucho. Había una mujer desnuda, tumbada en el suelo, y una cabra que estaba a su lado. Pues bien, la explicación de ambas esculturas es que la mujer quiere ser animal, se acuesta para luego despertarse convertida en un animal. Esto se debe a que un animal no tiene ética. Un animal puede hacer lo que quiere. Si le apetece dar un salto, lo da; si le apetece dar un golpe, también lo da. Nada está fuera de su alcance, porque lo único que le guía son sus instintos y sus impulsos. Al hombre, sin embargo, eso no le sucede. El hombre no puede hacer muchas cosas, porque tiene sus reglas, tiene su ética y toda ética va contra la naturaleza. De manera que esto está en la relación del sentimiento y la razón. Cuando hay un exceso de sentimiento, se borra la razón, se quita el equilibrio de las cosas. Así que si mis películas son un poco frías, como las de Dreyer o Bresson, es porque muestran una manera particular de pensar, una ética. El cine comercial usa mucho los sentimientos, efectos emocionales, trucos fantasmagóricos, recursos sentimentales, muy dramáticos, sólo para producir emociones, para así controlar la razón de los espectadores. Y yo creo que eso no es arte. El hombre es un animal racional y no puede perder su razón.

LETRAS DE CINE: Al ver su película "No o la vanagloria de mandar", tenemos la impresión de que usted tiene una idea clara de lo que es Portugal, del concepto de Portugal. Eso es algo que no ocurre en el cine español. ¿Se debe eso a que hay una mayor conciencia de lo que es ser portugués en Portugal que de lo que es ser español en España?

OLIVEIRA: No, no hay ninguna diferencia. Todo esto viene a propósito de lo que acabo de decir. Lo importante no es lo que se conquista, lo que se consigue, sino lo que se da. Ese gesto del nativo de dar, de la tolerancia, de la comprensión y del respeto, es el que funda una sociedad, un paraíso, y puede darse en Portugal, en España o en cualquier parte del mundo. Digamos que es un sentimiento noble del ser humano. Pero no deja de ser utópico. El hombre busca la libertad dejándose guiar por sus impulsos. Hay un filósofo portugués, Spinoza, que fue perseguido por la Inquisición y que dijo: "decimos que nuestros actos son libres sólo porque ignoramos las fuerzas oscuras que los dominan y los manipulan". Nosotros no hacemos las cosas libremente; hay otras fuerzas que desconocemos y que nos empujan a tener ciertas actitudes.

LETRAS DE CINE: ¿Cree que hay una identidad espiritual que ligue a Portugal y España y que sea capaz de crear un concepto ibérico de nuestra cultura?

OLIVEIRA: Yo creo que Portugal está volcada hacia el mar. La costa marítima es tan grande como la frontera terrestre. Este horizonte acuático no tiene fin; sin embargo, al mirar hacia España hay tierra, hay una limitación. Por eso hemos dirigido nuestro mirar hacia el mar. Este mirar imaginario que sale del mar, que es ilimitado, nos ha forjado.

LETRAS DE CINE: En "El año de la muerte de Ricardo Reis", la novela de José Saramago, se llega del mar y se va al mar.

OLIVEIRA: Exacto. Hay una frontera terrestre, que son los Pirineos, que dividen la Península Ibérica del resto de Europa. Hay, no obstante, una diferencia psicológica e histórica entre España y Portugal. En "La balsa de piedra", Saramago dice que Portugal es una balsa de piedra, que no está separada del todo, aunque... hay una parte poética que está del lado del mar. También hay un lado universal en la cultura portuguesa. Portugal tiene un lado profundamente universal. Esto nos viene del mar. Al llegar al mar, nuestra imaginación tiene que volar. La tierra es el fin de la vida, simbólicamente, y el mar es la imaginación, el vuelo, la libertad. España, por el contrario, carece de esto, quizás porque está atrapada entre dos fronteras, la de los Pirineos y la de Portugal. Portugal no tiene tantas barreras. No tiene la necesidad de ser ella misma. España tiene relación con el Atlántico, con el Mediterráneo y con Francia. La influencia de Francia desde Carlos V es importante. España antes dominaba todo el mundo. Portugal sólo tenía Brasil y algunas colonias... Estas son meras suposiciones, claro, no se puede estar nunca seguro de nada, pero...

Tras escuchar las palabras de Oliveira, nos levantamos sigilosamente, nos ofreció la mano, tan vital como su mirada, y nos hicimos una foto, que al igual que la foto que sale en el primer plano de "Oporto do minha infancia", también salió desenfocada. Ése es nuestro recuerdo, desenfocado por lo indefinible de su cine.

ENTREVISTADORES: Hilario J. Rodíguez, Álvaro Arroba, Israel Diego, Daniel Vázquez Villamediana.

Sobre Three Times de Hou Hsiao-hsien





Por Emmanuel Burdeau, Cahiers du Cinema

Aturdido por tanta belleza, excitado por haber descubierto de golpe tres films de Hou Hsiao-hsien, el espectador de Three Times conservará sin embargo el aliento suficiente como para preguntarse a la salida del cine qué fue lo que llevó al taiwanés a colocar el año 1966 antes de los años 1911 y 2005 en el calendario de su tríptico de amor articulado alrededor de la pareja formada por Shu Qi y Chang Chen.


Cuando lo encontramos a fin de agosto en Seúl en ocasión de una entrevista para la segunda edición del libro colectivo que le consagraron las Edtions des Cahiers, Hou dijo que fue la intuición la que lo llevó a empezar por 1966, así como la nostalgia por una época que, aunque contemporánea a la Guera Fría y a la Revolución Cultural, fue para su generación “un apaciguamiento, una especie de pausa”. Unos meses antes, cuando la película fue seleccionada para la competencia de Cannes, circuló otra explicación, la de que se trataba de un homenaje de HHH a sí mismo, después del que le había rendido a Ozu en Café Lumière.


El orden de las tres partes de Three Times respeta, en efecto, el de los films precedentes de Hou, films que el cineasta no cita exactamente sino más bien trae a la memoria para su propia atención y la de sus admiradores. 1966 en Kaoshing es “El tiempo del amor”, el tiempo del billar y el servicio militar, de la inocencia y la seducción, el tiempo de una autobiografía en el género algo cómico de Boys of Fengkuei (1983). 1911 en Dadaocheng es “El tiempo de la libertad”, el tiempo de las cortesanas y los revolucionarios, del amor contrariado por las relaciones de dinero y por la política, época y esquema idénticos a los de Flores de Shanghai (1988). Y 2005 en Taipei es “El tiempo de la juventud”, el tiempo del frenesí urbano y las discotecas, el amor complicado por los celos y la bisexualidad, presente puro del que Milenium Mambo había arriesgado hace cuatro años una primera radiografía.


Pero es el propio film el que responde por la iteración propuesta ya desde el título : tres tiempos ?, tres veces ? La película, es decir su escritura, es decir precisamente el lugar que en ella tiene lo escrito.


1966 : el romance entre el conscripto Chen y la sublime May, empleada en un salón de billares, nacerá gracias a un juego epistolar y de inscripciones. Juego epistolar : será necesario el azar de la lectura por parte de May de una carta que Chen le enviara a otra chica y luego una delicada intriga de envíos mal hechos -demasiado pronto o demasiado tarde- para que tome consistencia lo que en un principio no era más que un tímido intercambio de miradas por encima del paño verde. Juego de inscripciones : hará falta que Chen atraviese en motoneta, como otros tantos augurios, los carteles indicadores de varias aldeas taiwanesas, para que encuentre la pista de May después de su mudanza ; y será necesario también que la lectura compartida de otro cartel, el que les señala que el tren ya partió, los conduzca a esperar juntos el ómnibus para que Chen ose por fin tomarle la mano. Lo escrito tiene por lo tanto aquí un estatuto positivo de guía, aguijoneando el amor según una economía sabia de informes y aceleraciones.


1911 : esta vez, una alternancia muda narra el drama de una cortesana y un revolucionario (salvo tres recreaciones musicales) entre planos sobre los rostros y carteles que transcriben lo que se dice o indican los elementos necesarios para la comprensión del contexto. Papel capital de los intertítulos pero también del pergamino que firma el señor Chang y que, favoreciendo la compra de una joven cortesana, posterga la emancipación de la que interpreta Shu Qi. Papel capital aun de la carta enviada a esta por Chang desde Japón, cuya lectura cierra sombríamente el episodio. Se ve que lo escrito comienza a cambiar de valor, y que su elección a través de la audacia de una vuelta al cine mudo coincide con una disminución de su fuerza motriz.


2005 : Ahora lo escrito invade y paraliza todo. Blanco sobre negro, los cascos de la moto que cabalgan Zhen y Jing están tapizados de graffiti, palabras y pictogramas mezclados indistintamente. Afectada de epilepsia, la joven lleva permanentemente una tarjeta que indica lo que hay que hacer en caso de un ataque. Frases que se escriben rabiosamente sobre un teclado ; mensajes de texto de nuevo destinados a alimentar el sufrimiento y la paranoia. La omnipresencia de lo escrito acarrea su vanidad en términos ficcionales y afectivos : ya no embraga, ya no actúa más que sobre el vacío ; por lo tanto, la soledad es ahora total, con cada uno recluido en su dolor o en la contemplación de sus pequeñas pantallas personales. Hay una manera simple de resumir este pasaje gradual : en el fondo, no describe otra cosa que el progreso de este malestar en la narración del que hicimos el diagnóstico hace ya varios meses. También dice en qué medida este déficit se articula con una absoluta revalorización de lo escrito, que tetaniza los relatos al mismo tiempo que contamina los cuerpos y la imagen. En 1966, si bien la palabra oficia como mensajera, no es visualmente más que un elemento entre otros ; en cada plano, los cuerpos se destacan soberanamente sobre un fondo de luz clara. A partir de 1911, lo escrito ocupa, por el contrario, un espacio propio, y las vestimentas finamente trabajadas de Chang y de su amada comienzan a fundirlos en la rica tapicería de los “enclaves” : los corazones, los cuerpos, la política devienen un texto indescifrable o funestamente cifrado. En 2005, finalmente, el proceso está acabado : Jing ha sellado su cuello con una Y roja y superpuesto debajo cuatro o cinco capas de ropa ; en la prolongación de las investigaciones luminosas de Millenium Mambo, cada plano se transforma en un tatuaje, en una selva en el seno de la cual lo humano no posee ya ningún privilegio figurativo. Todo está sofocado a partir de ahora en una vegetación de jeroglíficos y neón.


De ningún modo una fantasía, el anacronismo de Three Times invita a atravesar de nuevo la historia del cine siguiendo un camino que iría del ver al leer. Desde una pureza de la visión emblematizada por la carrera hipnótica de las bolas de billar sobre la mesa o por la sombra idealmente recortada de la rueda de bicicleta sobre el asfalto, hasta el advenimiento de un nuevo modelo en el interior del cual mirar se confunde con leer (y tal vez también con tocar). Nuevo modelo encarnado por la página-pantalla de los ordenadores y los teléfonos móviles : objetos sobre los que se escribe, a los que se mira y se toca indistintamente.


¿Por qué hace falta entonces que entre los dos momentos se intercalen los años diez, y que los años dos mil se sienten más próximos de los diez que de los sesenta ? ¿Qué afinidad profunda liga lo más moderno a lo más antiguo ? Aparte de ofrecernos la alegría de un presente irreductible a su mera actualidad, ¿cuál es la razón de nuestro primitivismo high-tech ? La sucesión de las partes 2 y 3 de Three Times lo muestra muy bien. Anulando las distancias, entrelazando siempre el lenguaje y las imágenes, los medios de comunicación modernos han terminado por existir por sí solos, por erigirse tan solitarios como los carteles del cine mudo. Pero 2005 no es exactamente 1911, y una palabra poco precisa como “mutismo” empleada peyorativamente en estas páginas, designa tres fenómenos de orden muy distinto. En primer lugar, un síntoma : el silencio como fácil solución psicológica y narrativa a la que recurren demasiado seguido las películas contemporáneas. Luego, el cortocircuito histórico descrito hace un instante, que deja curiosamente entre paréntesis -“en una especie de pausa”- la modernidad de los años sesenta y su hipótesis de una disyunción entre el ver y el leer que sería liberadora para los dos, para cada uno en relación al otro y para cada uno por su lado. Por último, la idea aun más perturbadora de que el cine estaría ligado a la discapacidad. El cine mudo estaría enfermo por naturaleza : no silencioso sino sordo, como han venido a rectificar ciertos investigadores. La enfermedad estaría hoy en otra parte, transferida desde los procedimientos técnico formales hacia los personajes mismos : estrella de los podios y de la internet, la cantante Jing es no sólo epiléptica, sino también nacida prematuramente y casi ciega del ojo derecho. ¿Hay necesidad de hacer pasar por los cuerpos esta división de los aparatos sensorio motrices que la imagen rebaja de aquí en más a la identidad ver-leer-tocar ? ¿Será el mundo salvado por los inválidos ? De la vieja mujer de Be With Me a Jing aquí y a los escapados de 1/3 des yeux, parecería que la discapacidad es parte de aquello que define el heroísmo de los años 2000, mutilación de la cual la promoción recurrente de esos mismo héroes al rango de estrellas no ofrece más que un magro consuelo.


Estas preguntas, ya planteadas por otros films recientes, Three Times las lleva a su punto de mayor exigencia en razón misma de la pertenencia de HHH a un universo, el chino, que no reconoció nunca tanto como el nuestro la separación entre ver y leer, aunque más no sea porque escribir es también pintar. Esta precisión no es estrictamente relativismo cultural ; sugiere que aquello que llamamos “cine sutil” no se separa del actual reequilibrio estético hacia el costado asiático. Se podría hablar perfectamente de un devenir chino del cine. E invita, para finalizar, a intentar ubicar dónde está HHH y dónde estamos nosotros con él, ya que después de todo este film es de algún modo una retrospectiva. El problema de lo escrito, lo hemos visto, es entre otros el del embrague, su acción sobre el resto ; también el de la demora, el de lo directo y de lo indirecto. En este sentido fue siempre central en Hou. Desde siempre, este cine fascinó en efecto por su dimensión de live, su capacidad de registrar con absoluta precisión las variaciones más ínfimas de las cosas que surgen y vuelven a caer en el gran fondo indiferenciado. Pero desde siempre, este milagro del registro, como ocurre en Pialat en el que Hou suele reconocer un maestro, es inseparable del enigma de una mano que tal vez se haya posado sobre cada detalle, cada circulación dentro del campo visual, de la trayectoria de las bolas sobre la mesa de billar al ballet de las cámaras de foto alrededor de una cantante, pasando por la gestualidad experta de la ceremonia del té.


Se habrán reconocido tres ejemplos tomados de los tres capítulos de Three Times. ¿Cine realista o formalista ? ¿Crudo o cocido ? ¿Documento o diseño ? ¿Caligrafía ? Eso que no le preocupa a los chinos, nos preocupa más que nunca, y la evolución durante más de veinte años de la obra incomparable de Hou Hsiao-hsien -o bien, en una escala menor, de este film en la sucesión de sus partes- da cuenta de un aumento en el control y de una pérdida del abandono. Cada vez menos documento, cada vez más diseño. Menos crueldad, más sofisticación.


Sobre todo, no hay que entender esto como una crítica o un pequeño reproche. Lo que importa es que una evolución semejante hacia el gran estilo no podría a su vez separarse del lugar adquirido por el cineasta taiwanés en la escena mundial, ni de la aberración que consiste en seleccionarlo regularmente para la competencia en Cannes (cinco veces hasta hoy) para que después se vaya sin ningún premio. Nada está asegurado, en suma. Y como Be With Me hace un mes, Three Times reclama afinar la admiración en vista de lo que viene. Cuanto más sintoniza el cine actual lo contemporáneo, más se expone a recoger sus carencias y a que, al dejarse encandilar por su apagado esplendor, ahogar así todo su potencial de grito.

lunes, 28 de mayo de 2007

Godzilla




Con motivo del estreno de Host (ya está en nuestra videoteca), Rodrigo Fresán escribió en Radar sobre Godzilla, su antecesor:

Los argentinos tenemos a Martín Fierro, los norteamericanos tienen al Tío Sam, los franceses tienen a Marianne y los japoneses tienen a Godzilla. El ser nacional como monstruo radiactivo nacido de la inolvidable memoria de las derrotadas cenizas atómicas de Hiroshima y Nagasaki para erguirse y destruir, con aliento de lanzallamas, todo lo que se le ponga al alcance de las garras y, por supuesto, de las patas.

Y es que aquí el tamaño importa. Mucho. Y el nombre del monstruo japonés por excelencia y definición proviene de dos palabras grandes que, mezcladas, producen algo aún más grande: gorira (gorila en japonés) y kujira (ballena) resultando en gojira; y de ahí a Godzilla hay un pequeño paso de pata descomunal. Una leyenda urbana asegura que Gojira era el alias de un musculoso empleado de los cinematográficos Toho Studios, pero nadie ha reclamado semejante honor, por lo que la historia parece improbable: no hay japonés –por más zen que sea– que se pueda privar de aullar a los cuatro vientos el honor de haber inspirado al sacro maxilagartoide.

Godzilla –su idea surgió de la noticia de un buque pesquero de atunes expuesto a la radiación– comenzó siendo considerado una especie de metáfora de la potencia destructora de USA. De ahí que los norteamericanos –a la hora de la exitosa importación– retocaran el film original de 1954 insertando escenas nuevas con Raymond “Perry Mason” Burr y se limaran las críticas al Pentágono. Pero, con el tiempo, Godzilla se ha erigido en símbolo del orgullo Made in Japan y en opción existencial a ciertos hábitos miniaturizantes del homo-nipón. Así, Godzilla como la revancha contra el transistor y la apología del Extra Large en tierras con poco espacio libre y –para quien quiera saber más– leer los muy recomendables The Unauthorized Biography of “The Big G”: Japan’s Favourite Mon-Star de Steve Ryfle y esa magnífica y en más de un momento desopilante historia oral que es Monsters Are Attacking Tokyo!: The Incredible World of Japanese Fantasy Films de Stuart Galbraith IV.

Y, de acuerdo, es Kong quien inaugura la compulsión turística de todo grandote visitando el Empire State; pero es Godzilla la que acaba de imponerla como conducta inevitable destrozando una y otra vez la torre televisiva de Tokio, seguramente la metrópoli con mayor velocidad y capacidad de reconstruirse en toda la historia de la humanidad. Y, generosa, es Godzilla quien envía –en el clásico multicrash Destroy All Monsters! (1968)– a Rodan a Moscú (adiós Kremlin) y a Gorasaurus a París (adieu Arco del Triunfo) mientras ella se da una vueltita por New York y la polilla Mothra no me acuerdo a dónde vuela y vaya a saber uno por dónde andaban Anguirus, Manda, Ghidorah, Kumonga, Baragon y Minilla, el hijito de Godzilla. Seguramente –todas ellas criaturas mutantes con nombre de rapper peligroso o de chica gangsta-chic; Eminem o Beyoncé podrían ser apelativos de monstruos japoneses– golpeando la Torre de Pisa, El Taj Mahal, el Cristo Redentor, el Big Ben, la Muralla China y, si se descuidan, el Obelisco a falta de Altar de la Patria y Monumento al Descamisado que –según planos y maquetas– hubieran dado mucho más juego escenográfico.

Pero lo más interesante de Godzilla no es sólo su transformación física, sus variables en cuanto tamaño, su capacidad regenerativa, su cambio de sexo (tema conflictivo para fans y especialistas; para mí siempre fue hembra), su aumento de poderes varios (que van del “aliento atómico” al “rayo espiral” pasando por la habilidad para “emitir campos magnéticos” así como un admirable manejo de las artes marciales), las alzas de su coeficiente intelectual, sus dobles y triples incluyendo a una Godzilla mecánica, otra cósmica, una más llegada desde el futuro, una “milenarista”, una versión cartoon producida por Hanna-Barbera, otra comic by la Marvel y, last but not least, la polémica encarnación norteamericana de 1998 que indignó a los hijos del Sol Naciente y en la que la responsabilidad del estropicio la tienen las pruebas atómicas francesas. Lo verdaderamente destacable de Godzilla es la alteración de su carácter y personalidad. Y es que Godzilla comienza siendo apenas una máquina refleja y automática de destrucción para –con el correr de los años y el rodaje de más de 28 películas– revelarse, en más de una ocasión, como súbitamente patriótica. Y defender los intereses de sus paisanos de la amenaza de criaturas extranjeras o extraterrestres incluso poseída, en una ocasión, “por los espíritus de los soldados muertos en la Guerra del Pacífico”. Eso sí: al combatir contra los visitantes –entre tanta caída y llamarada y salto– Tokio vuelve a ser destruida.

The Host –un tan obvio como original desprendimiento de la Galaxia Daikaiju (o Monstruo Grande)– seduce y divierte haciendo comulgar los lugares comunes del género con la sensibilidad las ficciones de Haruki Murakami honrando por primera vez con el primer plano no a científicos de pacotilla, militares absurdos y presidentes ridículos e insoportables duendecillos gemelos sino a esa mayoría más aullante que silenciosa tan indispensable como maltratada en todo film con engendro gigante: los extras, las víctimas, los aplastados. Es decir: toda la pobre inocencia de la gente. En este sentido The Host –narrando las desventuras de Gang-du y los suyos enfrentándose a un nuevo ecomonstruo cruza de pollo con renacuajo con la planta carnívora– es una película tan intimista y “de familia” como La novicia rebelde, El Padrino o Fanny y Alexander. Films todos donde la unión hace la fuerza y, por el camino, se deshacen tantas cosas.

En el 2004, luego del estreno de Godzilla: Final Wars, los Estudios Toho decidieron “congelar” la franquicia por un tiempo, probablemente hasta el 2014, cuando se cumplirá el 60 aniversario de la criatura. No importa: Godzilla permanece en todas esas malas películas buenísimas, en una canción de Blue Öyster Cult, en un episodio de Los Simpson, en múltiples videogames, en un brillante ensayo de Rick Moody (“Destroy All Monsters!” incluido en Writers at the Movies) y en los planes de un tal Thomas Pynchon, que –se dice– llevaría varios años escribiendo una de sus meganovelas en su honor y para su eterna e indestructible gloria.

Y, muy especialmente, Godzilla sobrevive en los ojos de todo pequeño que la ve, enorme, por primera vez. Y que, de inmediato, comienza a pensar en colosales cosas raras. Fue Tim Burton quien recordó en una entrevista: “De pequeño yo soñaba con, cuando fuera grande, ser el actor dentro del traje de Godzilla. Y poder ventilar toda esa furia contenida en mi interior y mi sueño era destruir ciudades enteras”.

El problema, claro, es que después crecemos y descubrimos que el rol que nos ha deparado la vida es el de correr y tropezar e incorporarnos y mirar hacia arriba y, entonces, nuestro primer y único y último primer plano –-nuestro contado minuto de fama– con la boca bien abierta por un grito.

Y entonces aparece Godzilla.
Y Godzilla mete la pata.
Y es una pata grande.
Y pisa fuerte.
A nosotros.

Los premios de Cannes

- Palma de Oro: 4 meses, 3 semanas y, 2 días (Rumania) de Cristian Mungiu.

- Gran Premio del jurado: Mogari no mori (Japón), de Naomi Kawase.

- Premio Especial del 60º aniversario: Gus van Sant.

- Premio a la mejor actriz: Jeon Do-yeon por Secret Sunshine (Corea), de Lee Changd-dong.

- Premio al mejor actor: Konstatin Lavronenko por Izganie (Rusia), de Andrei Zviaguintsev.

- Premio al mejor director: Julian Schnabel por Le scaphandre et le papillon (Francia).

- Premio al mejor guión: Fatih Akin por Auf der Anderen Seite.

- Premio del jurado: compartido por Persépolis (Francia) de Marjane Satrapi, y Stellet Licht (México), de Carlos Reygadas.

- Palma de Oro al mejor cortometraje: Ver llover (México), de Elisa Miller.

- Cámara de Oro a la mejor opera prima: Meduzot (Israel), de Edgar Keret y Shira Geffen.

- Premio de la crítica: 4 meses, 3 semanas y, 2 días.

Fassbinder




Aquí va la nota que escribió en la ñ Quintín sobre Fassbinder por el vigésimoquinto aniverasario de su muerte.

Un monstruo del cine


Padre del nuevo cine alemán, más que una vida de cineasta, Fassbinder encarnó la intensidad de una estrella del rock. En películas que conservan increíble frescura e insólito vigor, retrató el infierno de una sociedad que asesina a los débiles en cada mundo privado. A poco de cumplirse 25 años de su temprana muerte, auspiciada por la cocaína, un ciclo en el Instituto Goethe recupera algunos de sus filmes capitales y propone relecturas de su poética. Aquí, un análisis de su obra y legado, y una entrevista con Thomas Elsaesser, el mayor especialista en su cinematografía, quien participará el martes de una mesa debate.


Cuando en 1992 se cumplieron diez años de la muerte de Fassbinder, un crítico tituló su nota de homenaje como si fuera una pancarta: "Extrañamos a Rainer". La razón de que la falta se hiciera sentir tanto entonces era que no había nada semejante a él en el cine de esos días. Fassbinder había sido el más original, el más prolífico y el más radical de los cineastas de una generación que fue también la más importante del cine alemán de posguerra. A partir del manifiesto de Oberhausen de 1962, en el que 26 jóvenes directores se propusieron crear un nuevo cine "liberado de las convenciones de la industria establecida", la cinematografía alemana había renacido hasta alcanzar visibilidad y estatura internacional. Pero en 1992 había vuelto a sumergirse en la chatura y el conformismo, cuando no en la marginalidad. Eran los años más oscuros de Herzog, mientras que Wenders había iniciado una declinación aparentemente irreversible. Si en ese momento se miraba hacia atrás, la dimensión de Fassbinder y el escándalo de su ausencia no podían sino parecer gigantescos.

Es que Fassbinder fue una fuerza de la naturaleza con pocos equivalentes en la historia del cine. Su carrera duró apenas trece años, pero en ese lapso filmó 41 películas que, más allá de los desniveles de estilo y calidad, tienen una unidad notable. Muchos directores dejan una filmografía; Fassbinder, como los más grandes, dejó una obra. Pero su singularidad no se agota allí. Fue productor, guionista, fotógrafo, montajista, compositor, director de arte, actor pero, sobre todo, el jefe de una familia (más que de una empresa) cinematográfica que le permitió también revolucionar el modo de producción y hacer películas por poco dinero y en muy poco tiempo. Basta pensar que los jóvenes cineastas "independientes" de hoy —en Alemania o en la Argentina— pasan varios años juntando el dinero de su próxima película (como ocurría hace tres décadas) para entender la eficacia y la actualidad de su método de trabajo.

La formación de Fassbinder fue todo menos académica. En lo formal, abandonó la escuela secundaria a los 15 años y la Escuela de Cine de Berlín le rechazó su solicitud de ingreso. Su educación fueron las (muchas) películas de Hollywood que vio en la adolescencia y el teatro de vanguardia, en el que empezó a trabajar, a escribir y a dirigir desde muy joven. Así, Fassbinder fue walshiano y brechtiano, aunque lo último fue siempre más evidente que lo primero (solía utilizar el seudónimo "Franz Walsh" para firmar su trabajo como montajista). Sus características más salientes como cineasta fueron la increíble intensidad de sus películas y el hecho de que estas conformen una red, una estructura en la que todas están de algún modo articuladas. Entrar por cualquier parte en la producción de Fassbinder es descubrir un planeta con sus leyes y su geografía pero, a diferencia de otros creadores de universos artísticos, el suyo no es una fantasía sino que se superpone con el que conocemos, salvo que tiene otro peso emocional y otra velocidad.

La velocidad fue lo que mató a Fassbinder el 10 de junio de 1982, a los 37 años, de una sobredosis de cocaína cuando ya no podía parar de consumir pero, sobre todo, de filmar. Su mayor adicción fue el trabajo y esta arrastró a todos los que estuvieron cerca, dejando un tendal de tragedias personales entre sus actores, amantes y colaboradores. Abusivo en el amor y en el rodaje, pero abusado a su vez por su madre, personaje monstruoso que bajo el nombre de Lilo Pempeit trabajó también en sus filmes, el vértigo de su vida sólo es comparable al de las estrellas de rock de la década anterior. Más que una vida de cineasta, Fassbinder parece haber encarnado el destino de Janis Joplin o de Jimmy Hendrix.



Denunciar la infelicidad


Coincidentemente, la desesperación estaba en cada uno de sus fotogramas. No hay una escena de su obra que no esté marcada por la angustia. Aunque el humor negro atraviesa su cine y hasta pueden detectarse en él algunos grandes momentos de comedia, Fassbinder sólo filmó la muerte o, mejor dicho, la muerte en vida, el infierno de una sociedad que asesina a los débiles en cada mundo privado. Lo hizo, además, sin coartadas ideológicas y sin concesiones a la opinión bienpensante. Su crítica al poder del más fuerte incluyó la hipocresía de la izquierda y de los grupos revolucionarios en películas como El viaje a la felicidad de mamá Kusters o La tercera generación. Supo ver que la explotación capitalista y su correlato de desigualdad entre los individuos se trasladaba también a los círculos homosexuales, como en Fox y sus amigos o en Un año con trece lunas. Es que el cine de Fassbinder es una denuncia a escala gigantesca de la infelicidad que la sociedad produce en hombres y mujeres, alemanes o inmigrantes, padres de familia o transexuales, actrices o carniceros. Sus filmes son una interminable colección de situaciones opresivas y tragedias individuales que afectan a los lúmpenes adolescentes de sus primeros filmes como El amor es más frío que la muerte, a las mujeres maduras de los últimos como María Braun, a los pequeñoburgueses atrapados en la familia (Sólo quiero que me amen), a las heroínas de sus dramas históricos como Effie Briest.

Los filmes de Fassbinder parten de materiales absolutamente diversos: el teatro experimental en Katzelmacher, los melodramas inspirados en Douglas Sirk como La angustia corroe el alma, la adaptación de escritores famosos en Desesperación (Nabokov), Nora Helmer (Ibsen) o Querelle (Genet), las historias de la Alemania Federal de posguerra como La ansiedad de Veronika Voss o El matrimonio de María Braun, los hechos policiales reales como La libertad en Bremen o ficticios como El soldado americano, la referencia autocrítica al mundo del cine como Atención a esa santa puta o a las miserias de los propios artistas como en El asado de Satán, la ucronía como en El viaje a Nicklashausen y hasta la ciencia ficción como en El mundo en el alambre. Fassbinder filmó películas baratísimas como La locura del señor R, o millonarias como Lili Marleen. Produjo con sus propios recursos, para la televisión y para grandes empresas; su estilo visual fue más bien sencillo durante la primera parte de su carrera y cada vez más complicado hacia el final, con experimentos en el color, sofisticados planos secuencia, encuadres a través de marcos y reflexiones en el espejo. Trabajó con actores famosos como Dirk Bogarde o Jeanne Moreau, con grandes talentos descubiertos por él mismo como Hanna Schygulla, Barbara Sukova o Kurt Raab, o improvisó a sus amantes, amigos, familiares y técnicos (y muchas veces a sí mismo) frente a la cámara. De todos, amateurs y profesionales, obtuvo una performance notable y una presencia inolvidable en la pantalla. La consistencia de la mirada de Fassbinder se mantuvo a través de los cambios estéticos, temáticos y productivos.

Su originalidad alcanzó con el tiempo una dimensión distinta. Fassbinder partió de las circunstancias y las historias de vida más próximas a las suyas y se fue alejando hacia las más remotas, pero uno de sus mayores rasgos de genio fue comprender que no había distancia entre la intimidad y el espacio público y que el secreto de tantas desgracias, de tanta crueldad social e incluso del aniquilador mercantilismo que dejaba indefensos a los individuos estaba íntimamente ligado a la Historia. Y que sólo el arte podía desentrañarla. En ese camino, Fassbinder partió de la soledad y el dolor de sus contemporáneos para remontarse primero a los años de la Alemania de Adenauer con su reconstrucción económica al precio del silencio y el disimulo, hasta llegar a enfrentarse finalmente con el período del surgimiento del nazismo. Toda su obra se resignifica cuando las calamidades históricas convergen con las privadas y esa decisión se concentra de algún modo en los catorce capítulos de la serie televisiva Berlin Alexanderplatz basada en la novela de Alfred Döblin (que, de paso, prueba que una obra maestra del cine no tiene por qué ser una película en sentido estricto). Si se quiere representar el grado de radicalidad de la decisión de Fassbinder, hay que pensar que su colega Wim Wenders intentó, a partir de Las alas del deseo, mostrar una Alemania reconciliada con los fantasmas de su pasado, mientras que Fassbinder siempre supo que mantener abiertas las heridas era la única esperanza de un futuro.



Un caso irrepetible


El increíble esfuerzo de Berlin Alexanderplatz (1980) marcó también un límite para Fassbinder. Sus películas posteriores mostraron, más que una declinación, a un cineasta que empezaba a ser cooptado, que no podía desprenderse fácilmente de los mecanismos de la fama y la publicidad, que empezaba a hacer lo que se esperaba de él. Su reciente condición de director célebre le restaba libertad. Con su habitual lucidez advertía que, en adelante, se iba a parecer a la protagonista de Lola, la prostituta que hace feliz a todo el mundo. Godard diría de él: "¿Cómo no iba a morir joven si él solo hizo el Nuevo Cine Alemán?" Tal vez la obra de Fassbinder fuera tan colosal que le quedaba solamente comenzar a repetirse como una caricatura o una parodia de su período más creativo. Es que este titán del cine tampoco pudo con el sistema.

Si a diez años de su muerte el panorama cinematográfico mostraba cuán imprescindible había sido su presencia, cuando han pasado veinticinco hemos dejado de extrañarlo porque la evolución del mundo y del cine nos convencen de que un caso como el de Fassbinder es irrepetible. La figura del cineasta maldito, de la estrella incandescente, del artista bohemio consumido por su pasión pertenecen a otra época y no a la de un cine mundial más disciplinado y profesional, de directores integrados y previsibles. La imagen romántica de Fassbinder, con su campera y sus anteojos negros, se ha fijado en cambio como un ícono y una leyenda. Pertenece cada vez más a un espacio habitado por personajes como el Che Guevara o Jim Morrison, la galería de la revolución soñada e imposible.

El legado de Fassbinder es la increíble frescura, el insólito vigor que conservan sus películas, mucho más que su influencia. Esta ha sido relativa, aunque sea de buen tono nombrarlo cuando la intimidad se muestra con un tono sórdido. A veces, cuando un cineasta comparte con él la homosexualidad y el melodrama, se lo señala como un heredero. Almodóvar es un ejemplo de esa confusión, con un cine que no tiene relación alguna con la política ni con la historia y que navega las tranquilas aguas de la nostalgia, la integración de las minorías sexuales y la corrección política. O Franois Ozon, que le declara su admiración y ha llevado a la pantalla una de sus obras de teatro, pero como parte de una filmografía completamente light y pasteurizada. Por otra parte, cuando una película aislada roza el universo de Fassbinder, suele ahuyentar al público y a la crítica. Así, por ejemplo, el fracaso de Lejos del paraíso, la remake de Todd Haynes de un clásico de Sirk. Así, también, el estruendoso abucheo a Nightsongs de Romuald Karmakar, el único de los cineastas alemanes recientes que tiene algo genuinamente fassbinderiano. Pero existe hoy, otra vez, un nuevo grupo de directores alemanes que, sin constituir precisamente un movimiento, se proponen como en 1962 hacer un cine "liberado de las convenciones de la industria establecida". Nombres como Karmakar, pero también como Ulrich Köhler, Valeska Grisebach, Henner Winckler, Maren Ade, Angela Shanelec y Christoph Hochhäusler, no tienen una filiación fassbinderiana y acaso, como suele ocurrir en situaciones semejantes, quieren desprenderse de su influencia. Sin embargo, la audacia y la convicción artística de Rainer Fassbinder serán el mejor ejemplo del que pueden disponer en su carrera.

viernes, 25 de mayo de 2007

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