lunes, 23 de abril de 2007

Paraísos del mal

Por Mike Davis

Una máxima de estirpe brechtiana: toma pie, no en las viejas cosas buenas, sino en las malas cosas nuevas. (1)



Paraísos del mal reúne los holgados horizontes de experiencia e imaginación de veinte veteranos académicos, escritores y activistas, a fin de responder una sencilla pero crucial cuestión de nuestra época: ¿A qué futuro nos lleva un capitalismo salvaje, fanático? O, por plantear la misma cuestión de otra manera: ¿Qué nos dicen los actuales “sueños” de consumo, propiedad y poder sobre el destino que le aguarda a la solidaridad humana? Estos estudios de casos exploran las nuevas geografías de la exclusión y los nuevos paisajes de riqueza aparecidos en la larga oleada “globalizadora” que dura desde 1991. Nos centramos especialmente en casos en que –de Arizona a Afganistán— el éthos del Atlas encogido y del ganador-se-lo-lleva-todo corre sin la brida de uno que otro resto de contrato social y sin el estorbo de fantasma alguno del movimiento obrero; en que los ricos pueden pasear como dioses por los jardines de pesadilla de sus más hondos y secretos deseos.



Son lugares hoy sorprendentemente comunes (si podéis pagar el billete de admisión), y la codicia utópica –en la figura de Paris Hilton, Bernie Ebbers o Donald Trumpp— satura la cultura popular y los medios de comunicación electrónicos. Nadie se sorprende de leer que hay millonarios capaces de gastar 50.000 dólares para clonar a sus gatos domésticos, o un millonario dispuesto a pagar 20 millones de dólares por unas breves vacaciones en el espacio. Y si un peluquero londinense tiene clientes encantados de pagar 1.500 dólares por un corte de pelo, ¿por qué no debería venderse un lupanar en Hamptons por 90 millones de dólares o haber ganado Lawrence Ellison, ejecutivo de Oracle, 340.000 dólares por hora en 2001? Lo cierto es que hay tanta hipérbole en la cobertura mediática de los estilos de vida de millonarios y celebridades que apenas si queda capacidad para asombrarse ante estadísticas tan extraordinarias como la que acaba de informarnos de que el 1% de los norteamericanos más ricos gastan tanto como los 60 millones de norteamericanos más pobres; o de que 22 millones de empleos fabriles han sido sacrificados al altar de la globalización entre 1995 y 2002 en las 20 economías más grandes del planeta; o de que los individuos ricos refugian actualmente la asombrosa cantidad de 11.5 billones de dólares (diez veces el PIB anual del Reino Unido) en paraísos fiscales.(2)



Es corriente ahora, salvo tal vez en las páginas del Wall Street Journal, referirse a esta nueva y superlativa Edad de Oro –excrecencia de la contrarrevolución global contra la ciudadanía social desencadenada por Margaret Thatcher, Ronal Reagan y Deng Xiaoping a comienzos de los 80, y continuada por Tony Blair, Bill Clinton, Boris Yeltsin y Li Peng en los 90— como la del reinado del “neoliberalismo”. El capitalismo tardío resurgente, se nos dice, ha triunfado allí donde todas las religiones del mundo fracasaron: ha logrado finalmente unificar a la humanidad toda en un simple cuerpo imaginario, el mercado global. Termina la historia y empieza el reino de la libertad (personal, no colectiva). ¿O no? El neoliberalismo, como nos advirtiera elocuentemente Pierre Bourdieu, es en la actualidad una utopía autoritaria, contradictoria ciertamente con una descripción científica de la realidad y de la naturaleza humana, pero que, a diferencia de otras utopías anteriores, está en posesión de unos inmensos medios de coerción, “capaces de tornarla verdadera”. Es nada menos que “un programa de metódica destrucción de colectivos”, desde sindicatos y ciudades industriales hasta familias y pequeñas naciones.(3)



Además, como muestra Timothy Mitchell en el estupendo –y estupefaciente— ensayo sobre el supuesto “milagro del libre mercado” en Egipto que abre este volumen, la hegemonía de las políticas neoliberales tiene poco que ver con mercados autorreguladores, con oferta y demanda, o siquiera con la “economía” entendida como categoría autónoma. El neoliberalismo no es la Riqueza de las naciones 2.0, ni un cobdenismo [derivado de Richard Cobden, el famoso empresario textilero, campeón del libre comercio en el Manchester de la primera mitad del XIX; N.T.] de nuestros días, capaz de sanar las heridas del mundo merced al libre comercio pacífico; y desde luego, no es el advenimiento de la utopía de un mercado sin estado fabulada por Friedrich von Hayek y Robert Nozick. Al contrario: lo que ha venido a caracterizar el largo boom experimentado desde 1991 (o desde 1981, si lo preferís) ha sido el empleo masivo, desnudo, del poder estatal con objeto de elevar la tasa de beneficio en favor de grupos de amiguetes, de gángsteres millonarios y de ricos en general. Como uno de nosotros escribiera hace ya más de una generación a propósito del programa económico de Reagan:



“Aun cuando la retórica de las varias campañas y rebeliones fiscales que allanaron el camino de Reagan al poder era vigorosamente antiestatista, la real intención programática iba en la dirección de reestructurar, más que de disminuir, los gastos y la intervención del estado, a fin de ensanchar los horizontes de las oportunidades empresariales y rentistas. Las exigencias típicas, explícitas o tácitas, eran: liquidación acelerada de subsidios, mercados inmobiliarios especulativos desembridados y urbanización y construcción a toda máquina, subcontratación de servicios públicos, transferencia de recursos fiscales de la educación pública a la privada, rebaja de los salarios mínimos, abolición de las normas de salud y seguridad obligatorias para las pequeñas empresas, etc.”. (4)



El papel central del poder del estado, más que el de los mercados libres, halla irónicamente su más espectacular expresión en el programa neoliberal de masiva privatización de los bienes y recursos públicos, subcontratación del empleo público (que ahora incluye hasta hacer la guerra) y desregulación de los mercados financieros. Digan los libros de texto académicos lo que quieran sobre innovación tecnológica inducida por el beneficio y sobre la mano invisible del comercio, lo cierto, como ha puesto correctamente de relieve David Harvey, es que “los logros capitales del neoliberalismo han sido redistributivos, más que productivos o creativos” .(5) Ha sido nada menos que un poder político corrupto, con información reservada disponible, el que ha puesto en almoneda los bienes globales comunes ofreciéndolos a una banda de esquilmadores con nombres y apellidos: la Halliburton de Dick Cheney, Boeing, Blackwater, la Telmex de Carlos Slim, Yukos, el imperio de Abramovich, la China Internacional Tourist and Investment Corporation de Larry Rong Zhijan, el Fininvest de Silvio Berlusconi o la News Corporation de Rupert Murdoch. Esa fusión en frío de crimen, política sucia y capital resulta convenientemente celebrada por la conversión de lo que otrora fueran sumideros de muchedumbres (Dubai, Las Vegas, Miami y aun Medellín –véase el ensayo de Forrest Hylton—) en ascendentes iconos globales del nuevo capitalismo.



Ello es que una desigualdad dinámica que no deja de crecer constituye el verdadero motor de la economía contemporánea, no su inopinada consecuencia. Las clásicas economías de consumo “Fordista” de masas de los años 50 y 60, reguladas mediante negociaciones colectivas y un reparto estable de las ganancias de productividad entre capital y trabajo, han sido reemplazadas (al menos en los países anglosajones) por lo que un equipo de investigadores del Citigroup ha venido en llamar plutonomías: economías en las que los ricos son los “principales promotores de la demanda”, absorbiendo la crema y la nata de los incrementos de productividad y de los monopolios tecnológicos, para luego gastar su acrecida participación en la riqueza nacional lo más rápidamente posible en bienes y servicios de lujo. Los días de champán del Gran Gatsby han vuelto. Con una venganza. En la medida en que la participación en la renta nacional del uno por ciento más rico de los norteamericanos se disparó de un 8% en 1964 a un 17% en 1999, su tasa de ahorro se desplomó (del 8% en 1992 a un menos 2% en 2000): lo que significa que están consumiendo “una fracción aún más grande que su hinchada, crecidísima, porción en la economía.” (6)



Internacionalmente, esta borrachera de gastos por parte de individuos en la cúspide de la riqueza ha venido en recambio de la profundización de los mercados (la expansión de las capacidades de consumo de las masas) como pistón principal de la expansión económica. Las empresas de elite que tradicionalmente se limitaban a hurgar en la superficie de los muy ricos –Porsche, Bulgari, Polo, Ralph Lauren, Tiffany, Hermes, Sothebys, etc.— no dan ahora abasto en la apertura de nuevas sucursales en Shangai, Dubai y Bangalore. Al mismo tiempo, botines de rapiña asombrosamente grandes procedentes del Tercer Mundo truecan día sí y otro también en edificios urbanos en Manhatan, manzanas urbanas en Londres, yates en Cayo Vizcaíno o haciendas rurales en Irlanda. “Desapoderados beneficiarios de la globalización, los nuevos empresarios/plutócratas del mercado (oligarcas rusos, magnates agrarios o industriales chinos, mogules hindúes del software, barones latinoamericanos del petróleo y/o la agricultura), diversifican lógicamente sus inversiones entrando en los mercados de bienes de las plutonomías desarrolladas”. Han contribuido a hinchar esa burbuja inmobiliaria de 30 billones de dólares que, centrada en los países más neoliberales, representa la acumulación más masiva y peligrosa de capital no-productivo, ‘ficticio’, de la historia universal. “La Tierra”, así concluyen los investigadores del Citigroup, “está sostenida por los musculosos brazos de sus empresarios-plutócratas, nos guste o no”. Y los ricos se harán más ricos, “porque la masa de trabajo [de bajo coste] disponible contiene la inflación” (7)



¿Quiénes son esos “musculosos” héroes plutonómicos? El equipo de Citigroup reproduce una devastadora tabla (compuesta a partir de datos de su propia investigación y del Survey of Consumer Finance), que perfila el regreso de una topografía de la desigualdad económica digna de una nueva era de los Barones Ladrones [el grupo de archirricos que se formó en EEUU al terminar la Guerra Civil, y que marcó con una impronta singular la llamada Era de la Codicia en el último tercio del XIX; N.T.]: (8)



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Ingreso medio anual en EEUU (familias) 2004







10% más rico $302,100



siguiente 10% 106,000



siguiente 20% 69,100



siguiente 20% 43,400



40% más pobre 18,500



………………………………………………







Globalmente, el World Wealth Report (2005) de Merrill Lynch & Co. revela que cerca de mil milmillonarios y casi diez millones de millonarios (en valor neto, sólo teniendo en cuenta la propiedad inmobiliaria) dominan la pirámide social, y en 2009 dispondrán, según se estima, de unos 42,2 billones en bienes. Son ellos quienes generan el mercado de los superjuguetes, como el millón doscientos cincuenta mil Buggati Veyrons (irónicamente producidos por Volkswagen) y los megayates de 200 pies de largo. Aun si el grueso de los hogares archirricos está en Norteamérica (unos 3 millones de millonarios), los secuaces de la fórmula de Deng Xiaoping –“hacerse rico es glorioso”— constituyen ahora el tercer segmento más grande del mercado del lujo (cerca de un 11%), y se estima que hacia 2014 superarán a norteamericanos y japoneses en materia de consumo suntuario.(9) (La revista que distribuye Air China en sus aviones es famosa por su plétora de anuncios de “Mansiones en los bosques vieneses”, “Mansiones en la pura hermosura de campos de golf”, “Mansiones mediterráneas con encanto”, y aun una “mansión intelectual” diseñada por un arquitecto canadiense.) Los nuevos imitadores rusos de los Romanov, entretanto, hacen cola en las afueras de San Petersburgo para pujar por “cinco palacetes, hechuras de famosas residencias de monarcas británicos, franceses y rusos”. (Una parecida nostalgia de los Habsburgos lleva también, según Judit Bodnar, a los ricos neoliberales húngaros a regresar a las tinieblas de la decoración granburguesa eduardiana.)



Pero el grueso del mundo contempla el gran atracón sólo por televisión: la riqueza actual y el consumo de lujo están más protegidos por vallas y más encapsulados socialmente que nunca desde 1890. Como nuestros estudios de casos ponen una y otra vez de relieve, la lógica espacial del neoliberalismo (cum plutonomía) es una reviviscencia de las más extremadas pautas colonialistas de segregación residencial y de consumo zonal. Por doquier, los ricos y los casi ricos se retiran a complejos suntuarios, ciudades de ocio y réplicas valladas de imaginarias periferias residenciales californianas (véanse los capitulos de Marina Forti, Laura Riggieri, Rebecca Schoenkopf, Marco d’Eramo y Anne-Marie Broudehoux). Los “extramundos” publicitados en los cielos apocalípticos del Los Ángeles de Bladerunner están ahora prontos y listos para su ocupación, desde Montana hasta China. Paralelamente, una demonizada subclase criminal –como explica Patrick Bond en su ensayo sobre Johanesburgo— asoma tras la verja por doquier (a veces, poco más que a modo de simbólicos chalanes de jardín), suministrando una muy oportuna justificación de la retirada y fortificación de los estilos de vida entregados al lujo.



Esa secesión espacial y moral sin precedentes de la riqueza respecto del resto de la humanidad se expresa también en las actuales modas de monasticismo audiovisual (Sara Lipton), estados-ciudad flotantes (China Mieville), turismo al espacio exterior, islas privadas, monarquías restauradas y tecnoasesinatos a distancia (Dan Monk). Los archirricos pueden también retirarse, autoendiosados pero aún vivitos y coleando, a sus mausoleos de mármol (véase la contribución de Joe Day sobre los museos personales), o comprarse dos millones de acres de tierras rancheras y “rescatar la Naturaleza” en solitario (véase el artículo de Jon Wiener sobre los bisontes de Ted Turner). Cuando los ricos carecen del poder o de la masa crítica necesarios para crear nuevas ciudades del lujo (como en Arg-e Jadid en Irán) o para “gentrificar” de arriba a abajo viejas capitales (como Londres o París), pueden todavía “desincrustarse” de la matriz de la vida popular urbana mediante la creación de sistemas separados de transporte y seguridad (como en la Managua descrita por Dennis Rodgers), o mediante la radical supresión del derecho de los pobres al uso incondicional de la vía pública (como en la sentencia de la Corte Suprema de EEUU en el caso Hiks descrito por Don Mitchell). En el Kabul postalibán (descrito por Anthony Fontenot y Ajmal Maiwandi), se limitan simplemente a expulsar a los pobres para construir sus palacios: una exhibicionista arquitectura de señores de la guerra y el narcotráfico, que apela a Walt Disney no menos que a Gengis Khan.



No es esto otra cosa que un frenesí utópico, y el incipiente siglo XXI, con su moda global de los paraísos del mal (de los que acaso sea Dubai el más notable y sinistro ejemplo) recapitula muchos de esos anhelos míticos e imposibles que Walter Benjamin descubrió en su celebrada excavación del París de Baudelaire. Con la teoría marxiana del fetichismo de la mercancía como su particular piedra Roseta, Benjamin desveló el misterio de la ciudad capitalista embrujada, en la que la colectividad humana, abrumada por sus propias e ingentes capacidades productivas, rinde alucinada su ser social al torbellino de una “vida fantaseada de objetos”. Mas las realidades invertidas y la falsa consciencia de la era victoriana han crecido ahora hasta alcanzar proporciones himaláyicas, amenazadoras de la vida. Si las galerías de hierro y cristal de mediados del siglo XIX eran los bosques encantados de un capitalismo incipientemente consumista, los actuales ambientes de lujo temático –con sus centros comerciales gigantescos, sus islas artificiales hechas barrios residenciales, sus falsos “centros de estilo de vida” en los núcleos urbanos— funcionan como planetas alternativos para formas de vida humana privilegiadas. Esos mundos de fantasía inflaman deseos –deseos de consumo infinito, de exclusión social total, de seguridad física, de monumentalismo arquitectónico— manifiestamente incompatibles con la supervivencia ecológica y moral de la humanidad.



Por lo demás, los paraísos monstruosos suponen siempre unos antípodas con olor a azufre. En su densa y despiadada crítica de 1935 a la segunda versión del “Proyecto de Galerías” de Benjamin (el opúsculo conocido como “París, capital del siglo XIX), Theodor Adorno atacó a Benjamin por haber “descartado la categoría del infierno descubierta en la primera versión”. El “infierno”, venía a decir Adorno, era clave tanto para el “lustre” cuanto para la “coherencia dialéctica” del análisis de Benjamin. “Hay que regresar al lenguaje de la espléndida primera versión de las Galerías”, regañaba Adorno, porque “si la imagen dialéctica no es sino un modo de aprehender el carácter de fetiche en la consciencia colectiva, entonces la concepción saintsimoniana del mundo mercantilizado como utopía puede, ciertamente, ser desvelada, pero no su reverso, la imagen dialéctica del siglo XIX como infierno. Pero sólo este último podría poner en el sitio que le corresponde la imagen de la Edad de Oro...”.(10)



Análoga apostilla dialéctica cabría para los paraísos de nuestra nueva Edad de Oro. Brecht, “contemplando el infierno” (en la tradición del Shelley enfrentado a la asombrosa riqueza y a la inmundicia de Londres) decidió que el infierno “debe ser más bien como Los Ángeles”. Muchos de los “mundos de ensueño” descritos en las páginas que siguen son, de hecho, réplicas de Los Ángeles, o al menos, del “estilo de vida de California”; un ideal global fantasmagórico que los nuevos ricos persiguen con idéntico celo desesperado en Irán, en las colinas de Kabul o en las valladas periferias residenciales de El Cairo, Johannesburgo y Pekín. Pero, lo mismo que en el autóctono Los Ángeles, el infierno y el megacentro comercial no son sino autopista que corre separada. Porque las Auténticas amas de casa del Condado de Orange, como sus equivalentes en el falso “Palm Springs” de Hong Kong o en las comunidades valladas neohabsbúrguicas de Budapest, explotan el trabajo de muchachas que viven en conurbaciones miserables, o aun hacinadas en gallineros improvisados bajo el tejado de las grandes mansiones. La fantasmagoría al estilo Metropolis de los superrascacielos de Dubai o de las megaestructuras olímpicas de Pekín salen del sudor de trabajadores migrantes, cuyos propios domicilios no son sino fétidas barracas y desoladoras acampadas. Vistas las cosas con suficiente perspectiva, los brillantes archipiélagos de lujo utópico y los “estilos de vida supremos” son meros parásitos de un “planeta de ciudades miseria”.



Y precisamente porque el precio del “paraíso” es la catástrofe humana, no podemos compartir el optimismo de Benjamin sobre la redención histórica lograble a través de los aspectos “genuinamente” utópicos de esas fantasías. No hagamos burla de nosotros mismos: estos estudios cartografían las etapas finales, no anticipatorias, de la historia de la modernidad tardía. Amplían nuestra comprensión de lo que Luxemburgo y Trotsky tenían en la cabeza cuando plantearon la disyuntiva de “socialismo o barbarie”. En realidad, vistos en conjunto, esos reductos ociosos son testigos de la resignación con que la humanidad despilfarra el tiempo prestado en que ahora vive. Si Benjamin evocaba una sociedad que “se soñaba despierta”, esos fantasiosos mundos áureos carecen de reloj despertador; son formas arbitrarias y narcisistas de evadir las tragedias que se ciernen sobre el planeta. Los ricos buscan simplemente esconderse en sus castillos y en sus televisores, tratando desesperadamente de consumir todas las cosas de la tierra en el curso de sus vidas. En realidad, por su misma existencia, las pistas de esquí cubiertas de Dubai, como las manadas de bisontes privados de Ted Turner, representan esa astucia de la razón, mediante la cual el orden neoliberal reconoce, a la par que rechaza, el hecho de que la actual trayectoria de la existencia humana es insostenible.



NOTAS: // [1] ‘Diary Entries, 1938’ (August 25), in Walter Benjamin, Selected Writings: Volume 3 (1935-1938), The Belknap Press, Harvard, Cambridge 2002, p. 340. // 2 Arjay Kapur, Niall Macleod, and Narendra Singh, Plutonomy: Buying Luxury, Explaining Global Imbalances, Citigroup Research, 16 October 2005, pp. 2; Robert Reich, “The New Rich-Rich Gap,” CommonDreams.org, 12 December 2005 (factory jobs); and Nick Mathiason, “Super-rich hide trillions offshore,” The Observer, 27 March 2005. // 3 Pierre Bourdieu, “The essence of neoliberalism,” Le Monde diplomatique, December 1998. // 4 Mike Davis, “The Political Economy of Late-Imperial America,” New Left Review I-143, Jan.-Feb. 1984. // 5 David Harvey, “Neo-liberalism and the restoration of class power,” in his Spaces of Global Capitalism, Verso, London 2006, p. 43. // 6 Plutonomy: Buying Luxury, pp. 3, 6 and 13. // 7 Ibid, pp. 13 and 21; and Revisiting Plutonomy: The Rich Getting Richer, Citigroup Research, 5 March 2006, p. 3. // 8 Revisiting Plutonomy, p. 3. // 9 “Luxury,” Special Christmas Report, The Economist, 34 December 2005, p. 67. // 10 “Exchange with Theodore W. Adorno” in Benjamin, Selected Writings 3, pp. 54-55.

Tomado de la revista Sin Permiso

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