lunes, 30 de abril de 2007

Festival

Por André Bazin, Cahiers du cinema, 1955

Del Festival considerado como un ejercicio ascético


Considerado desde el exterior, un Festival, y especialmente el de Cannes, se nos aparece como una empresa mundana por excelencia. Pero para los asistentes, me atrevería a decir profesionales, como son justamente los críticos, no hay nada no sólo más serio, sino menos “mundano” en la acepción pascaliana de la palabra. Debido a que los he presenciado casi todos desde 1946, he podido asistir a la progresiva puesta a punto del fenómeno Festival, a la organización empírica de su ritual, a sus necesarias jerarquizaciones. Me atrevo a comparar esta historia con la fundación de una Orden y la participación total en el Festival con la aceptación provisoria de la vida conventual. A decir verdad, el Palacio que se levanta sobre la Croisette es el moderno monasterio del cinematógrafo.

Quizá parezca que busco la paradoja. Y no es cierto. Esta comparación se me ha impuesto por sí misma como consecuencia de estos diecisiete días de retiro piadoso y de la vida estrictamente “reglamentada”. Si efectivamente –junto con la vida contemplativa y meditativa– la regla define a una Orden, así como la comunión espiritual en el amor de la misma realidad trascendente, el Festival es una Orden. Llegados de todos los rincones del mundo, los periodistas cinematográficos se reúnen en Cannes para vivir dos semanas de una vida radicalmente diferente de la suya cotidiana, privada y profesional. Por de pronto son “invitados”, lo que resulta confortable pero también relativamente austero (los palacios son para los miembros del Jurado, las vedettes y los productores). Este lujo decente no va más allá de lo que el trabajo exige, y cambiaría muchas celdas monacales que conozco por una habitación en el hotel S. o M., a excepción, naturalmente, de la tabla para dormir. Aunque un miembro del jurado de 1954, Luis Buñuel, se apresuró a reemplazar su colchón del Carlton por la tabla sobre la que acostumbraba dormir.

El aspecto más característico de la vida en el Festival es la obligación moral y la regularidad de la actividad. El periodista se hace despertar hacia las nueve de la mañana. Con el desayuno le llega el ritual del día, quiero decir los dos diarios del Festival: los boletines de la Cinématographie Francaise y el del Film Francais. En ellos encuentra le oficio del día. No se llaman Laudes, Maitines y Vísperas, sino “Aurore”, “Matinée” y “Soirée”. Porque de la misma manera que el almuerzo ha llegado a ser la segunda comida, y la comida propiamente dicha ha pasado en dos siglos a ser la cena, las matinales del Festival son vespertinas, y las de la tarde, nocturnas. Por muy tarde que se acueste, el que toma parte en el Festival tiene que estar levantado para las “Aurores”, es decir, para la sesión o las sesiones privadas de las diez treinta. El oficio se celebra en una de las capillas de la ciudad. Después se vuelve a la Casa-Madre para la Ceremonia del Casillero. Consiste en recoger en el servicio de prensa los papeles del día, los press-books de los films presentados y las invitaciones que no han sido enviadas directamente a los hoteles. Son ya las doce y media, la hora, en general, de una conferencia de prensa que dará motivos de reflexión para un almuerzo tardío. A las tres hay que volver a la brecha para el film de la tarde en la basílica del Palacio. Como el ritual de esta sesión es menos estricto, prefiero describir el de la noche. Salida hacia las seis. El periodista de un diario de la mañana empieza ya a pensar en lo que telefoneará a su periódico hacia las ocho. Los otros tienen una mayor libertad de espíritu para ir a los cocktails que se celebran generalmente a las seis y media. Cena hacia las ocho y media, preludiando la ceremonia más importante de la jornada: la toma de hábito. La Orden del Festival impone efectivamente su traje conventual, al menos para los oficios de la noche. Soy lo suficientemente viejo como para haber asistido a la creación de esta regla y también para haberla vivido. En los primeros festivales de Cannes y de Venecia era tan solo facultativa. La prensa joven y menos ostensiblemente ciertos elementos de la prensa de la anteguerra con afinidades proletarias, afectaban un desprecio del smoking. Incluso el traje oscuro planteaba problemas. Pero les he visto ir cediendo uno tras otro. Hubo el año del alquiler, el del smoking del compañero demasiado estrecho y con las solapas pasadas de moda; después, la entrada definitiva en la Orden. Hoy no solo ha adoptado el uniforme toda la prensa, sino que le parece completamente natural. En cuanto a mí, lo confieso sin falsa vergüenza, el smoking me cae bien, sobre todo el blanco. Aunque el nudo de la corbata siempre me plantea problemas.

Pero el hábito solo no hace al monje; el espaldarazo nos lo proporciona la máquina electrónica que da el billete inimitable que permite franquear la clausura. Sin embargo, una vez dentro de los santos lugares, todavía se manifiesta otra jerarquía, o si se prefiere, una diferenciación funcional. Los periodistas tienen reservados sus sitiales en la platea, entre la sexta y la décima fila. Si las dejaran libres, como buenos conocedores, también se irían a ellas. Desprecian los palcos, demasiado alejados de la pantalla y buenos en todo caso para los jurados y las vedettes. Es, sin embargo, hacia los palcos donde convergen todas las miradas. Vanamente por lo demás, ya que la arquitectura del Palacio de Cannes es un desafío a las costumbres del festival. Estas quieren que el espectáculo esté en primer lugar en la sala y que comience incluso en sus accesos. Pero los del Palacio de Cannes son ridículamente exiguos y hacen de la entrada y de la salida un increíble embotellamiento. Los años de mal tiempo, la permanencia bajo la lluvia de los invitados que no pueden entrar lo suficientemente de prisa supone la ruina de los trajes de noche. Venecia lo ha entendido bien, haciendo construir un inmenso antepalacio en el que se dan las condiciones necesarias para la mutua contemplación. En Cannes por el contrario, se ha despreciado un amplio terreno vacío por el afán de pegar el Palacio a la Croisette, convirtiendo lo absurdo en irremediable. En cuanto al interior, hay que concederle una cierta armonía de formas y de colores, pero la posición del anfiteatro con relación al patio de butacas priva a los espectadores que pagan del placer principal que vienen buscando. Lo que no deja de dar a los periodistas un sentimiento de superioridad. Ellos, los hastiados, que apenas miran distraídamente a la Lollobrigida cuando la tienen enfrente, saborean lo que les hace diferentes de esos pobres publicanos dispuestos a todo por divisar a su ídolo. Los periodistas sabemos que la religión necesita de estas pompas espectaculares, de esta liturgia dorada, pero sabemos también dónde está el Dios verdadero y si estas manifestaciones nos sugieren más bien una piedad condescendiente o divertida que una condena purificadora, es porque no ignoramos que, en definitiva, todo se encamina a su mayor gloria.

Hacia las doce y media volvemos a encontrarnos en la Croisette; en seguida se forman pequeños grupos en los bares de los alrededores que discuten delante de una limonada los films del día. Una hora después hay que ir a acostarse. A las nueve llaman: es el desayuno y el ritual del nuevo día.

Al programa que acabo de describir hay que añadirle las fiestas. Ordinariamente hay tres o cuatro notables y dos de ellas importantes. El viaje a las islas, con la sopa a la brasa y el episodio tradicional del strip-tease de la starlet de turno sobre las rocas, y la cena de la clausura. Lo accesorio son las recepciones de Unifrance, Unitalia y a veces la mejicana o la española. Cada una de estas cenas-recepciones da lugar a pequeños dramas kafkianos, porque una parte de la colonia periodística se ve misteriosamente olvidada. Los elegidos fingen una indignada compasión y echan pestes junto con las víctimas contra la mala organización responsable de una laguna tan lamentable, aunque están secretamente orgullosos en el fondo de ser por esta vez de los que no han sido olvidados. El “non plus ultra” de este tipo de incidentes se produjo el primer año con la memorable recepción soviética cuyas invitaciones habían sido verosímilmente sacadas de un sombrero. Estaba Le Figaro y en cambio no estaba Sadoul. Dejo a la imaginación de cada uno las exégesis político-diplomáticas que se llevaron a cabo aquella tarde.

Desde el punto de vista litúrgico, la más importante de estas fiestas es, sin embargo, la batalla de flores, que se sitúa hacia la mitad del Festival, y que constituye, sobre todo para los críticos, una tarde de descanso que les permite huir del Festival. Lo que supone de hecho un cambio sensible sobre el ritual cotidiano. Hasta aquí el ritmo de las sesiones y de las fiestas ha sido relativamente tranquilo. A partir de ahí se precipita bruscamente. Las proyecciones privadas comienzan generalmente en ese momento y la mayor parte de los que solo pueden consagrar cinco o seis días al Festival vienen en la segunda parte, sabiéndola más animada. Desde entonces la tensión es constante y cotidiana y es a partir de ahí, sobre todo, cuando el periodista lleva una vida monástica.

Quince o dieciocho días de este régimen bastan, lo aseguro, para descentrar a un crítico parisiense. Cuando vuelve a su alojamiento y reanuda su trabajo habitual le parece venir de muy lejos y haber vivido largo tiempo en un universo de orden, de rigor y de deberes que evoca mucho más el recuerdo de un retiro a la vez brillante y estudioso, en el que el cine constituiría la unidad espiritual, que el hecho de ser uno de los felices elegidos de una inmensa “cuchipanda” cuyo eco encontrará con horror en Cinemonde o en el Match.

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