sábado, 28 de abril de 2007

Jean-Marie Gustave Le Clézio



El otro día fui a la feria a escuchar a Le Clézio. Es un autor que me gusta mucho y que me acompañó como un amigo en muchos momentos de mi vida. Lástima que la presentación y el diálogo estuvieron a cargo de una persona -dicen que es escritor- que evidentemente no tenía mucha idea de con quién estaba hablando y de qué iba su obra. Fue con unas patéticas notas de las que se servía para hacerle preguntas tontas y darse aires. Este país produce cada tanto un Borges, pero mientras tenemos que padecer a miles de Carlos Argentinos. El público, señoras gordas de la alliance y lectoras del suplemento cultural de La Nación. Este diario es aborrecible por lo que representa y a quiénes; sin embargo, graciosamente le saco estas páginas:

Jean-Marie Gustave Le Clézio y la memoria
Considerado como uno de los mejores escritores franceses vivientes, el autor de El atestado (Premio Renaudot), cuenta en El africano (Adriana Hidalgo) la historia de su niñez y la lucha de su padre por los nativos en el Africa colonial



Termes, hormigas y otros insectos

Por J. M. G. Le Clézio

Delante de la casa de Ogoja, pasado el límite del jardín (más una pared de matorrales que una cerca cuidada), empezaba la gran llanura herbosa que se extendía hasta el río Aiya. La memoria de un niño exagera las distancias y las alturas. Tenía la impresión de que esa llanura era tan vasta como el mar. Estuve horas en el borde del zócalo de cemento que servía de vereda a la casa, con la mirada perdida en esa inmensidad, siguiendo las olas del viento en la hierba, deteniéndome de tarde en tarde en los pequeños remolinos de polvo que bailaban por encima de la tierra seca y escrutando las manchas de sombra al pie de los irokos. Estaba de verdad en el puente de un barco. El barco era la cabaña, no sólo las paredes de piedra y el techo de chapa, sino todo lo que tenía la huella del imperio británico, a la manera del buque George Shotton , del que había oído hablar, ese vapor acorazado y armado con cañonera, cubierto por un techo de hojas, en el que los ingleses habían instalado las oficinas del consulado y que remontaba el Níger y el Benue en la época de lord Lugard.

Sólo era un niño y el poderío del Imperio me era bastante indiferente. Pero mi padre aplicaba su regla como si sólo ella diera sentido a su vida. Creía en la disciplina, en el gesto de cada día: se levantaba temprano, enseguida se hacía la cama, se lavaba con agua fría en una palangana de cinc y había que guardar esa agua jabonosa para remojar calcetines y calzoncillos. Las lecciones con mi madre cada mañana, ortografía, inglés, aritmética. El rezo cada tarde, y el toque de queda a las nueve. Nada en común con la educación francesa, la carrera de desanudar pañuelos y las escondidas, las comidas alegres donde todo el mundo hablaba a la vez, y para terminar, los dulces romances antiguos que contaba mi abuela, las ensoñaciones en su cama mientras se escuchaba chirriar la veleta y en el libro La alegría de leer seguir las aventuras de una urraca piadosa que viajaba por la campiña normanda. Al irnos a Africa habíamos cambiado de mundo. Lo que compensaba la disciplina de la mañana y de la tarde era la libertad de los días. La llanura herbosa delante de la cabaña era inmensa, peligrosa y atractiva como el mar. Nunca había imaginado que gozaría de esa independencia. La llanura estaba allí, delante de mis ojos, lista para recibirme.

No recuerdo el día en que mi hermano y yo nos aventuramos por primera vez por la sabana. Tal vez instigados por los chicos de la aldea, esa barra un poco heteróclita en la que había chicos muy pequeños, con grandes barrigas, y casi adolescentes de doce, trece años, vestidos como nosotros, con short caqui y camisa y que nos habían enseñado a quitarnos los zapatos y los calcetines de lana para correr descalzos por la hierba. Son los que veo en algunas fotos de la época, alrededor de nosotros, muy negros, desgarbados, por cierto burlones y combativos, pero que nos habían aceptado a pesar de nuestras diferencias.

Es probable que estuviera prohibido. Como mi padre estaba todo el día ausente, hasta la noche, debimos comprender que la prohibición sólo podía ser relativa. Mi madre era dulce. Sin duda estaba ocupada en otras cosas, en leer o en escribir, dentro de la casa, para escapar al calor de la tarde. A su manera se había hecho africana. Pienso que debía creer que, para dos chicos de nuestra edad, no había lugar en el mundo más seguro.

¿De verdad hacía calor? No tengo ningún recuerdo. Me acuerdo del frío del invierno, en Niza, o en Roquebillière, siento todavía el aire helado que soplaba por las calles, un frío de nieve y de hielo, a pesar de las polainas y los chalecos de piel de cordero. Pero no recuerdo haber tenido calor en Ogoja. Mi madre, cuando nos veía salir, nos obligaba a ponernos los cascos Cawnpore, en realidad sombreros de paja que nos había comprado en Niza, antes de irnos, en una tienda de la ciudad vieja. Mi padre, entre otras reglas, había establecido la de los calcetines de lana y zapatos de cuero encerado. Apenas se iba a su trabajo nos descalzábamos para correr. En los primeros tiempos me despellejaba con el cemento del suelo al correr. No sé por qué, siempre me arrancaba la piel del dedo gordo del pie derecho. Mi madre me ponía una venda y yo la ocultaba en los calcetines. Después volvía a empezar.

Un día corrimos solos por la llanura leonada en dirección al río. En ese lugar el Aiya no era muy ancho pero lo sacudía una corriente violenta que arrancaba de las orillas terrones de barro rojo. La llanura, a cada lado del río, parecía no tener límites. Cada tanto, en medio de la sabana, se alzaban grandes árboles de tronco muy recto que, más tarde supe, servían para proveer de planchas de caoba a los países industriales. También había algodoneros y acacias espinosas que daban una sombra ligera. Corríamos casi sin detenernos, hasta quedar sin aliento, por las altas hierbas que azotaban nuestros rostros a la altura de los ojos, guiados por los troncos de los grandes árboles. Todavía hoy, cuando veo imágenes de Africa, los grandes parques de Serengeti o de Kenia, siento un vuelco en el corazón y me parece reconocer la llanura por la que corríamos cada día, en el calor de la tarde, sin objetivo, como animales salvajes.

En el medio de la llanura, a una distancia suficiente para que no pudiéramos ver nuestra cabaña, había castillos. En un área vacía y seca, paredes rojo oscuro, con las cresterías ennegrecidas por el incendio, como las murallas de una antigua ciudadela. Cada tanto, a lo largo de las paredes, se levantaban torres cuyas cimas parecían picoteadas por pájaros, despedazadas, quemadas por el rayo. Estas murallas ocupaban una superficie tan vasta como una ciudad. Las paredes y las torres eran más altas que nosotros. Sólo éramos niños, pero en mi recuerdo imagino que esas paredes debían ser más altas que un hombre adulto y algunas de las torres debían superar los dos metros.

Sabíamos que era la ciudad de los termes.

¿Cómo lo habíamos sabido? Tal vez por mi padre o por algunos de los chicos del pueblo. Pero nadie nos acompañaba. Habíamos aprendido a demoler esas paredes. Habíamos debido empezar por lanzar algunas piedras, para sondear, para escuchar el ruido cavernoso que hacían al chocar contra los termiteros. Luego habíamos golpeado con palos las paredes, las altas torres, para ver desmoronarse la tierra polvorienta, mostrar las galerías y los animales ciegos que vivían en ellas. Al día siguiente, las obreras habían rellenado las brechas tratando de reconstruir las torres. Volvíamos a golpear, hasta que nos dolían las manos, como si combatiéramos a un enemigo invisible. No hablábamos, golpeábamos, lanzábamos gritos de rabia y otra vez pedazos de pared volvían a derrumbarse. Era un juego. ¿Era un juego? Nos sentíamos llenos de fuerza. En la actualidad me acuerdo no como de una diversión sádica de chico malo, con la crueldad gratuita que a los chicos puede gustarles ejercer contra una forma de vida indefensa, cortar las patas de los escarabajos, aplastar a los sapos con una puerta, sino como una especie de posesión que nos inspiraba la extensión de la sabana, la proximidad de la selva, el furor del cielo y las tormentas. Tal vez de esa manera rechazábamos la autoridad excesiva de mi padre devolviendo golpe por golpe con nuestros palos.

Los chicos del pueblo nunca estaban con nosotros cuando íbamos a destruir los termiteros. Sin duda, esa rabia por demoler los hubiera asombrado ya que vivían en un mundo donde los termes eran una evidencia, en el que representaban un papel en las leyendas. El dios Termes había creado los ríos al comienzo del mundo y era el que guardaba el agua para los habitantes de la tierra. ¿Por qué destruir su casa? Para ellos no hubiera tenido sentido alguno la gratuidad de esa violencia: fuera de los juegos, moverse significaba ganar dinero, recibir una golosina, cazar algo vendible o comestible. Los mayores vigilaban a los más chicos que nunca estaban solos, librados a sí mismos. Los juegos, las discusiones y los trabajos menudos se alternaban sin un empleo preciso del tiempo: mientras paseaban recogían ramas y bosta seca para el fuego, iban a buscar agua y charlaban durante horas delante de los pozos, jugaban a la payana en el suelo o se quedaban sentados delante de la cabaña de mi padre, mirando el vacío, esperando por una tontería. Si hurtaban algo sólo podían ser cosas útiles, un trozo de torta, fósforos, un viejo plato oxidado. Cada tanto el garden boy se enojaba, y los echaba a pedradas, pero al instante siguiente ya habían vuelto.

Nosotros éramos salvajes como jóvenes colonos, seguros de nuestra libertad, nuestra impunidad, sin responsabilidades y sin mayores. Escapábamos cuando mi padre estaba ausente, cuando mi madre dormía, y la llanura leonada nos atrapaba. Corríamos a toda velocidad, descalzos, lejos de la casa, a través de las altas hierbas que nos cegaban, saltando por encima de las rocas, por la tierra seca y resquebrajada por el calor, hasta las ciudades de las termitas. El corazón nos latía, la violencia desbordaba nuestro aliento, agarrábamos piedras, palos y golpeábamos, golpeábamos, hacíamos derrumbar paredes de esas catedrales, por nada, simplemente por la felicidad de ver subir las nubes de polvo, escuchar desmoronarse las torres, para que el palo resonara sobre las paredes endurecidas y quedaran al aire las galerías rojas como venas donde hormigueaba una vida pálida, color nácar. Pero tal vez al escribirlo hago demasiado literario, demasiado simbólico el furor que dominaba nuestros brazos cuando golpeábamos los termiteros. Sólo éramos dos niños que habían atravesado el encierro de cinco años de guerra, educados en un entorno de mujeres, en una mezcla de temor y astucia, donde el único destello era la voz de mi abuela maldiciendo a los "boches". Esos días en los que corríamos entre las altas hierbas en Ogoja eran nuestra primera libertad. La sabana, la tormenta que se formaba cada tarde, la quemadura del sol en la cabeza, y esa expresión demasiado fuerte, casi caricaturesca de la naturaleza animal, era lo que llenaba nuestros pequeños pechos y nos lanzaba contra la muralla de los termes, esos negros castillos que se levantaban hacia el cielo. Creo que desde ese entonces no volví a sentir semejante entusiasmo. Semejante necesidad de calcular y de dominar. Era un momento de nuestras vidas, sólo un momento, sin ninguna explicación, sin pesar, sin futuro y casi sin memoria.

Traducción: Claudia Solans

El legado de un padre

Por Hugo Beccacece
De la Redacción de LA NACION

El desencuentro entre un padre y un hijo alimenta un dolor que marca para siempre las vidas de uno y otro. En El africano , el escritor francés Jean-Marie Gustave Le Clézio ha buscado recuperar esa ocasión perdida por medio de la escritura. El resultado es un libro breve y admirable en el que cuenta parte de su niñez y de su adolescencia en Africa y en Niza y retrata a su padre con un estilo austero, que traduce en palabras el temple y las acciones de ese hombre al que llegó a entender cuando ya era tarde.

Jean-Marie Le Clézio nació en 1940 en Niza. Sus antepasados eran de origen bretón, pero se radicaron en Mauricio a fines del siglo XVIII. Su padre y su madre eran primos. El padre había nacido en Mauricio, cuando la isla formaba parte del Imperio Británico, y dejó su tierra natal en 1919. En Inglaterra, terminó sus estudios de medicina en el hospital Saint Jospen en Londres. Como era becario del gobierno, debía hacer un trabajo para la comunidad y

lo destinaron al departamento de enfermedades tropicales del hospital de Southampton. Pero apenas llegó, se dio cuenta de que los vínculos profesionales respondían a un protocolo burgués, casi victoriano, que no estaba hecho para él. Era un hombre que trataba a sus pacientes como iguales, que se interesaba no sólo por sus síntomas, sino por sus vidas, y que no toleraba las jerarquías absurdas que servían sobre todo para poner distancias. Pidió un destino en las colonias y pocos días después, lo asignaron a Georgetown, en la Guyana británica. Tenía entonces treinta años.

Durante el período de juventud que vivió en Europa, el padre de Le Clézio disfrutaba las vacaciones porque le permitían viajar a París y vivir en la casa de su tío, oriundo de Mauricio como él. Además, en París, estaba la prima, con la que se casaría. En esa casa, la familia no hacía sino recordar los hermosos tiempos mauricianos y la historia ancestral en la isla.

El territorio "salvaje"

Mientras el padre, aún soltero, estaba en Guyana, se creó un puesto en Africa occidental bajo mandato británico. Se necesitaba un médico en el este de lo que hoy es Nigeria y en el oeste de Camerún. El joven graduado se presentó como voluntario y en 1928 llegó a Victoria, en la bahía de Biafra. Se quedaría en esas tierras veintidós años. Sólo las abandonó durante un corto período durante el embarazo de su mujer. Y cuando, ya jubilado, volvió a Francia, siguió viviendo como si estuviera en Africa, como si siguiera recorriendo los poblados o todavía atendiera en los hospitales del continente negro. Continuaba levantándose a las seis de la mañana, se ponía un pantalón caqui y un sombrero para ir a hacer las compras al mercado, regresaba a la casa para hacer la comida, que preparaba con precauciones higiénicas semejantes a las empleadas en un quirófano. Su dieta era la misma que la de las tribus con las que había convivido. Se ocupaba de todas las tareas domésticas, desde arreglar las baldosas rotas de su departamento hasta lavar, planchar y zurcir la ropa.

El médico graduado en Londres, nostálgico de Mauricio, que apenas llegó a Africa abrazó con devoción el tipo de vida de los nativos, detestaba el régimen colonial implantado por los blancos y el tipo de vida que llevaban los colonos en las regiones costeras. Rechazaba la zona lujosa, de jardines impecables, de canchas de golf, de clubes donde los blancos se daban cita para emborracharse o aburrirse entre ellos, menospreciaba las casas que más bien parecían palacios occidentales levantados en una especie de limbo absurdo. No le gustaban los banqueros ni los administradores civiles ni los plantadores, en suma, la casta que vivía de un modo fastuoso, pero tampoco le agradaban los nativos asimilados, los profesionales y servidores vestidos a medias a la europea, cuyo sueño era pertenecer a la elite inalcanzable de la que dependían.

La madre de Jean-Marie pensaba y sentía lo mismo que su futuro esposo. Cuando sus amigas parisienses se enteraron de que iba a casarse con su primo médico, le preguntaron, asombradas, si se iba a vivir entre los salvajes. Y ella les respondió: "¡No son más salvajes que la gente de París!".

Al principio, el "africano" se instaló en Bamenda, en las altas mesetas de Camerún. Allí trabajó en un dispensario, asistido por monjas holandesas. La casa de los Le Clézio se llamaba Forestry House y tenía un techo de hojas. Ese fue el primer hogar del matrimonio en Africa. La equiparon con muebles tallados en madera de iroko y la decoraron con esculturas tradicionales del lugar. Esos muebles y esas esculturas los acompañaron a todos los lugares en los que se radicaron. Algunos de esos objetos terminaron en Francia, después de más de dos décadas.

En 1932, el matrimonio dejó Forestry House y se instaló en Banso, en la montaña. Allí iba a crearse un hospital. Ese era el límite de la civilización occidental. Más allá empezaba el mundo "salvaje". El padre de Jean-Marie era el único médico en un territorio inmenso. Debía ocuparse de la salud de esos hombres y mujeres que lo veían llegar acompañado por su mujer. Para atenderlos, los esposos cabalgaban días enteros bajo el sol. Se veían obligados a cruzar ríos torrentosos y helados que bajaban de las cumbres. Cuenta Le Clézio que su madre montaba de costado, a lo amazona, como había aprendido a hacerlo en el picadero de París. Cuando llegaban a los poblados, los recibían los reyes de las tribus. La pareja llevaba la misma vida que los nativos. Comían las comidas locales, por supuesto, cocinadas bajo la vigilancia del médico, con la obsesión higiénica de un cirujano, y terminaban haciéndose amigos de quienes recurrían a él en busca de cura. El padre tenía un trato llano y cariñoso con los pacientes; podría decirse que el médico ejercía cierta discriminación paradójica: años más tarde, sus hijos, en la niñez, no recibirían de él la solicitud y la ternura que había desplegado con sus pacientes en los años de Banso.

En esos largos viajes por las montañas, el joven matrimonio dormía por las noches en tiendas levantadas por ellos mismos. Se acostaban en camas tijera, protegidos por mosquiteros y, en las noches de fiesta o de celebración religiosa de los pueblos, escuchaban los tambores de las ceremonias. Dice Le Clézio: "Estaban enamorados. El Africa, a la vez salvaje y muy humana, era su noche de bodas. Todo el día el sol les había quemado el cuerpo y estaban colmados de una fuerza eléctrica incomparable".

La voz de la ley

En 1938 la madre de Jean-Marie volvió a Francia para tener a su primer hijo. Su esposo la acompañó y permaneció con ella hasta el final del verano de 1939. En ese período, no sólo nació el primogénito, también se produjo un nuevo embarazo. Esos meses serían el único intervalo europeo que se tomaría "el africano" hasta su jubilación. Regresó a su puesto de trabajo en el preciso momento en que estalló la guerra. De pronto, quedó aislado, apartado de su mujer y de sus pequeños hijos, que permanecieron en Europa. El gobierno británico le asignó un nuevo destino, en Ogoja, un pueblo grande en una hondonada, rodeado por la selva y separado de Camerún por las montañas.

Los años en Ogoja cambiaron por completo al padre. Tenía a su cargo un hospital en el que nunca había tiempo suficiente para atender a los enfermos y a los heridos. Era imposible tener con los pacientes el mismo trato que les había dispensado a los nativos en sus viajes por las cumbres. Por primera vez, en esas salas desnudas de una institución, descubrió la mirada de miedo de los africanos hacia el médico. No lo conocían, no tenían confianza en él, lo veían amputar piernas, brazos y manos, aplicar inyecciones con una aguja de lata de cinco centímetros, cerrar los ojos de los muertos y oficiar la magia de la medicina occidental que, a menudo, también curaba. Pero no había tiempo para ganarse el afecto de los enfermos. Y entonces sobrevino la desilusión. "El africano" se dio cuenta de que había cumplido hasta entonces a la perfección el papel del "médico colonial", del representante "bueno" del gobierno británico, de los blancos. El había sido y seguía siendo una perfecta coartada para los crímenes del régimen colonial. Dice Le Clézio: "Mi padre descubrió, después de todos esos años en los que se había sentido cercano a los africanos, su pariente, su amigo, que el médico sólo era otro actor del poderío colonial, no diferente del policía, del juez o del soldado [...]. El ejercicio de la medicina era también un poder sobre la gente y la vigilancia médica era también una vigilancia política".

Fue como si se hubieran desatado todos los demonios. En Ogoja, el padre supo de las guerras tribales, de la brujería practicada con venenos y amuletos y hasta oyó hablar de canibalismo. En 1948, la madre y los dos hijos se reunieron en Africa con el padre. Se había convertido en un hombre de una severidad temible. Los chicos, criados en Europa, mimados por los abuelos y por los cuidados maternos, desconocían la voz de la ley. La escucharon por primera vez en Africa. Al principio, los dos niños quisieron jugarle una broma al padre y le pusieron pimienta en la pipa. El médico que se desvivía por sus pacientes salió a cortar cañas al bosque para pegarles con ellas a sus hijos. Los pequeños Le Clézio comprendieron en una sola lección que ese hombre no toleraría ninguna falta de respeto, que las quejas, los llantos y las extorsiones sentimentales no iban a ser toleradas. El rigor paterno era justo, pero había en esa dureza ética una dosis de frustración. Había podido hacer muy poco para cambiar el continente de sus ilusiones y eso lo amargaba.

Cuando le llegó la hora del retiro, "el africano", como lo llama Le Clézio, volvió a Francia con su familia. Su conducta no cambió cuando tomó contacto de nuevo con la cultura europea. Siguió exigiendo a sus hijos el respeto a la ley y el cumplimiento del deber casi con ferocidad. Los muchachos lo veían, a veces, como un enemigo.

Le Clézio data el fallecimiento de su padre con un hecho determinante para un médico y para Africa: "Murió el año en que apareció el sida". Esa enfermedad consume hoy a un tercio de la población del continente africano y revela, una vez más, que nada cambió a pesar de la independencia política de las colonias. Las potencias occidentales no prestan la atención debida a los territorios en que siguen ejerciendo su influencia de un modo más sinuoso y, por eso mismo, más irresponsable.

Volver a las fuentes

Curiosamente, Le Clézio y su padre trataron de modos distintos de volver a las fuentes. En el caso de éste, hasta su matrimonio marcó la voluntad de no apartarse de los orígenes, de no salir del ámbito familiar. Dice el escritor: "mi padre y mi madre estaban unidos por ese sueño, eran los dos como los exiliados de un país inaccesible".

En Guyana, donde debía ejercer su profesión de modo itinerante, el padre navegaba por los ríos y se detenía en los muelles de las poblaciones para atender a los enfermos. Su figura se hizo muy conocida entre los nativos. Siempre lo acompañaba una cámara Leica de fuelle. No cesaba de tomar fotos en blanco y negro con las que registraba la belleza de las comarcas que recorría.

Muchos años más tarde, Jean-Marie, el hijo, apasionado por alcanzar no sólo las fuentes de su familia, sino las de la verdad, que buscó en la materia, en los ritos primitivos, en el éxtasis de las drogas (a la manera del poeta Henri Michaux), viajó por América, por Africa y por Asia. En esos viajes, recogió y recreó los mitos, las costumbres y las historias de otras culturas, que les darían sustancia a varias de sus novelas y de sus ensayos. Por supuesto, también navegó por los mismos ríos por los que había navegado su padre. Cuando volvió de las tierras americanas, le contó al viejo médico que había hablado de él con los indios viejos y que éstos no sólo lo recordaban; además, lo invitaban a volver: "A cambio de su saber y de sus medicamentos le ofrecían casa y comida durante todo el tiempo que quisiera". La respuesta fue: "Hace diez años, hubiera ido".

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