jueves, 3 de mayo de 2007

¿Qué hacemos con los huesitos?




Hoy leí El ingeniero, de J.R. Wilcock (Ed Losada, 1997), escrita en italiano creo que en el '75. Es una novela construida por medio de cartas que un joven ingeniero, enviado a Mendoza para supervisar las obras del ferrocarril trasandino, le escribe, desde un campamento perdido en la cordillera, a una mujer que al principio pensamos que es su esposa pero que luego nos vamos dando cuenta de que se trata de su abuela. El método es fascinante, porque de esta manera accedemos sólo a la información que el ingeniero decide darle a su interlocutora. A medida que progresamos en la lectura de las cartas, comienzan a incomodarnos ciertas indecisiones, contradicciones, cosas apenas esbozadas, sucesos graves que se mencionan como al pasar. El ingeniero registra el paso de las estaciones, la morfología del lugar, su procupación por las pequeñas cosas cotidianas, su gusto por la poesía, su desprecio hacia sus compañeros de trabajo y subordinados, su rechazo/atracción por los niños... hasta que, de manera casi casual, da cuenta de la desaparición primero -en Navidad- de un niño y luego -para Pascuas- de una niña. Sólo le cuenta a la abuela que los padres los buscan. Ese mensaje golpea, y queda atravesado en el lector, que debe resignarse a la sucesiva enumeración de hechos triviales en las cartas posteriores, hasta el final... Pero el daño ya está hecho, se empieza a entrever una oscura telaraña de locura y de crimen tras las en apariencia banales palabras del ingeniero. ¿Cómo lo miran los otros? sólo registra cierta desaprobación que es atribuida a la envidia y a la maldad.

Después -qué bueno que lo hice después- leí, perplejo como estaba, la contratapa del libro, donde me topé con esta frase: "El ingeniero construye en torno de sí mismo una bien protegida muralla de dudas y de desaprobaciones, a veces quebrada o de cualquier forma vuelta ambigua por las sombras fugaces de los padres de los niños comidos..."

Sorprendido por tan contundente afirmación de un hecho que la novela sólo sugiere, volví a sus primeras páginas, y allí recordé que en una de sus primeras cartas, el ingeniero le cuenta a su abuela que tiene una bolsa con huesitos y, en otra, que la había tirado al correntoso río Mendoza, que todo lo devora. Y nada más.

Es muy turbador imaginar a esa abuela confidente y cómplice de su nieto. De todos modos, la novela sólo sugiere esta relación. No creo que Guillermo Piro, excelente traductor, haya tenido nada que ver con la torpeza de los editores.
Wilcock fue un poeta genial, de los más grandes que han escrito por aquí. Fue amigo de Borges, de Silvina... eso lo sabe todo el mundo... Su obra narrativa es inclasificable y turba, eso sí, siempre.

Sobre Wilcock, una pequeña introducción de Juan Sasturain.

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