La Nación recoge este discurso del novelista israelí David Grossman en el congreso del Pen club
Shalom y buenas noches.
"Para bien o para mal, las contingencias de la realidad tienen gran influencia sobre lo que escribimos", dice Natalia Ginzburg en su libro È difficile parlare di sé (Es difícil hablar de uno mismo) , en el que habla de su vida y de su escritura después de pasar por un desastre personal.
Es difícil hablar de uno mismo, y por eso antes de hablar acerca de mi experiencia de escritura actual, en este momento de mi vida, quiero decir algo acerca del impacto que un desastre, una situación traumática, tiene sobre toda una sociedad, sobre todo un pueblo. Y de inmediato recuerdo las palabras del ratón de "Una pequeña fábula", el cuento de Kafka. El ratón, que dice, mientras la trampa lo encierra y el gato lo acecha desde atrás: "Ay... el mundo se hace más estrecho cada día." Sin duda alguna, tras muchos años de vivir en una realidad violenta y extrema, plagada de conflictos políticos, militares y religiosos, puedo informarles, con tristeza, que el ratón de Kafka tenía razón: el mundo, por cierto, se hace cada vez más estrecho, cada vez más reducido con cada día que pasa.
Y también puedo hablarles del espacio vacío que crece lentamente, el espacio que se extiende entre la persona, el individuo y la situación externa, violenta y caótica en la que vive. La situación que determina su vida.Y ese espacio nunca permanece vacío. Se llena rápidamente... de apatía, cinismo y, más que nada, de desesperanza; la desesperanza que provoca situaciones distorsionadas y que les permite persistir, a veces incluso durante generaciones. Desesperanza respecto de la posibilidad de cambiar alguna vez el estado de cosas reinante, de poder redimirse de él. Y una desesperanza aún más profunda... la desesperación por las cosas que esta situación distorsionada saca a la luz, finalmente, en cada uno de nosotros.
Y siento el alto costo que yo y la gente que veo y que conozco pagamos por este persistente estado de guerra. La reducción del "área de superficie" del alma que entra en contacto con el mundo violento y amenazante. La limitación de la capacidad -y de la voluntad- de identificarnos, aunque sea un poco, con el dolor ajeno; la suspensión del juicio moral. La desesperanza que casi todos nosotros experimentamos respecto a la posibilidad de entender nuestros verdaderos pensamientos, en una situación que resulta tan aterradora y engañosa y compleja, tanto en el aspecto moral como en la práctica; y por lo tanto uno se convence de que estará mejor si no piensa y si elige no saber: tal vez estaré mejor si dejo la tarea de pensar y hacer y establecer las normas morales en manos de aquellos que, supuestamente, "saben más".
Y, más que nada, me sentiré mejor no sintiendo demasiado, al menos hasta que esto pase, y si no pasa, al menos habré aliviado de algún modo mi sufrimiento, habré desarrollado una insensibilidad útil, me habré protegido de la mejor manera con la ayuda de un poco de indiferencia, un poco de sublimación, un poco de ceguera deliberada y una gran dosis de autoanestesia. En otras palabras: a causa del perpetuo -y siempre demasiado auténtico- miedo de resultar herido o muerto, o de sufrir una pérdida insoportable o incluso una "mera" humillación, todos y cada uno de nosotros, los ciudadanos del conflicto, sus prisioneros, recortamos nuestra propia vivacidad, nuestro diapasón mental interno y cognitivo, envolviéndonos en capas protectoras que terminan por asfixiarnos.
El ratón de Kafka está en lo cierto; cuando el depredador nos acecha, el mundo se vuelve cada vez más estrecho. Y lo mismo ocurre con el lenguaje que lo describe. Por experiencia propia puedo afirmar que el lenguaje con que los ciudadanos que viven un conflicto sostenido describen su situación se vuelve más plano cuanto mayor es la duración del conflicto. El lenguaje se convierte gradualmente en una secuencia de clichés y consignas. Todo empieza con el lenguaje creado por las instituciones que dirigen el conflicto de manera directa -el ejército, la policía, los diferentes ministerios del gobierno-, rápidamente se filtra a los medios masivos que informan sobre el conflicto, dando nacimiento a un lenguaje aún más ingenioso que pretende ofrecer a su público una historia de digestión más sencilla; y todo este proceso desemboca en última instancia en el lenguaje privado, íntimo, de los ciudadanos del conflicto, aun cuando ellos lo rechacen.
En realidad, es un proceso absolutamente comprensible: después de todo, la riqueza natural del lenguaje humano y su capacidad de expresar los matices y los hilos más delicados de la existencia pueden resultar profundamente hirientes en esas circunstancias, porque nos recuerdan incesantemente esa pródiga realidad de la que nos han despojado, su verdadera complejidad, sus aspectos más sutiles. Y cuanto más irresoluble parece la situación, y cuanto más plano es el lenguaje empleado para describirla, tanto más se reduce el discurso público. Sólo quedan las banales y rígidas acusaciones mutuas entre los enemigos, o entre los adversarios políticos del mismo país. Sólo quedan los clichés que usamos para describir a nuestro enemigo y a nosotros mismos, esos clichés que son, en última instancia, una colección de supersticiones y de crudas generalizaciones en los que nos encerramos y encerramos a nuestros enemigos. El mundo, sin duda, se está haciendo cada vez más estrecho.
Mis pensamientos no aluden sólo al conflicto en Medio Oriente. Hoy en muchas partes del mundo hay millones de personas que enfrentan alguna clase de "situación" en que la existencia personal, los valores, la libertad y la identidad están amenazados en alguna medida. Casi todos nosotros tenemos una "situación" propia, una maldición propia. Todos y cada uno de nosotros sentimos -o podemos intuir- que nuestra particular "situación" puede convertirse rápidamente en una trampa que nos despojará de nuestra libertad, del sentido de hogar que nos proporciona nuestro país, de nuestro lenguaje personal, de nuestro libre albedrío.
En esta realidad escribimos nosotros, los escritores y poetas. En Israel y en Palestina, en Chechenia y en Sudán, en Nueva York y en el Congo. A veces, durante mi jornada de trabajo, después de escribir durante varias horas, alzo la cabeza y pienso... ahora mismo, en este mismo momento, otro escritor a quien no conozco, en Damasco o en Teherán, en Ruanda o en Dublin, está sentado exactamente como yo, practicando este oficio o arte peculiar, quijotesco, dentro de una realidad que contiene tanta violencia expulsiva, indiferencia y humillación. En eso encuentro un aliado distante, que ni siquiera me conoce, pero juntos tejemos esta telaraña intangible, que tiene sin embargo un poder tremendo, el poder de crear y cambiar el mundo, el poder de hacer hablar a los mudos y el poder de Tikkun , de corregir, en el sentido profudo que tiene en la Kabbala.
En cuanto a mí, durante los últimos años, en la ficción que escribí he dado casi intencionalmente la espalda a la feroz realidad inmediata de mi país, la realidad del último boletín de noticias. Escribí antes libros sobre esta realidad y también en los últimos años seguí escribiendo sobre ella, y nunca dejé de esforzarme por entenderla, en artículos y ensayos y entrevistas. Participé en docenas de protestas, en iniciativas internacionales de paz. Me reuní con mis vecinos -algunos de los cuales eran mis enemigos- en cada oportunidad en la que consideré que tenía oportunidad de diálogo. Y sin embargo, en los últimos años, por una decisión consciente y casi como protesta, no hice literatura sobre estas zonas de desastre.
Escribí sobre los feroces celos de un hombre hacia su esposa, sobre los niños sin techo de las calles de Jerusalén, sobre un hombre y una mujer que crean un lenguaje íntimo propio, casi hermético, dentro de una engañosa burbuja de amor. Escribí sobre la soledad de Sansón, el héroe bíblico, y sobre las intrincadas y frágiles relaciones entre las mujeres y sus madres y, en general, entre padres e hijos.
Hace unos cuatro años, cuando mi segundo hijo, Uri, estaba por ingresar en el ejército, ya no pude continuar en el camino que había elegido. Me inundó un sentimiento de urgencia y de alarma, que me llenaba de inquietud. Entonces empecé a escribir una novela que se ocupa directamente de la sombría realidad en la que vivo. Una novela que describe de qué manera la violencia externa y la crueldad de la realidad política y militar atraviesan el tierno y vulnerable tejido de una familia y acaban por desgarrarlo.
"En cuanto uno escribe -dice Ginzburg- milagrosamente empieza a ignorar las circunstancias de la propia vida, aunque la felicidad o la desdicha nos impulsen a escribir de cierta manera. Cuando somos felices, nuestra imaginación es la que predomina. Cuando somos desdichados, prima el poder de la memoria." Es difícil hablar de uno mismo, particularmente cuando se tocan estos temas. Sólo diré lo que puedo decir a esta altura y desde mi lugar.
Escribo. Desde la muerte de mi hijo Uri el verano pasado en la guerra entre Israel y el Líbano, la conciencia de lo que ocurrió está presente en cada momento de mi vida. El poder de la memoria es por cierto enorme y pesado, y a veces tiene una cualidad paralizante. No obstante, a veces el propio acto de escribir crea para mí un espacio, un marco de pensamiento que nunca antes experimenté, donde la muerte no es solamente la absoluta y unidimensional negación de la vida. Los escritores presentes en este auditorio lo saben: cuando escribimos, sentimos que el mundo está en movimiento, es flexible, rebosante de posibilidades. No es un mundo congelado. Siempre que se filtra lo humano... ya no hay congelamiento ni parálisis, no hay más status quo . Incluso aunque a veces creamos equivocadamente que hay status quo , incluso si algunos se esfuerzan por hacernos creer que lo hay. Cuando escribo, incluso ahora, el mundo no se cierra sobre mí ni se vuelve tan estrecho: da muestras de abrirse, de tener un futuro.
Escribo. Imagino. El acto de imaginar me revitaliza. No estoy congelado ni paralizado ante el depredador. Invento personajes. A veces siento que estoy desenterrando gente del hielo con que la realidad los ha amortajado, pero quizás es a mí mismo a quien estoy desenterrando. Escribo. Percibo la riqueza de posibilidades inherentes a cualquier situación humana. Percibo mi capacidad de elegir entre ellas. La dulzura de la libertad, que creía haber perdido. Me permito recurrir a la riqueza del verdadero lenguaje, íntimo y personal.
Escribo y siento que el uso correcto y preciso de las palabras es a veces como la cura de una enfermedad. Una manera de purificar el aire que respiro de las opacas manipulaciones de los villanos lingüísticos. Escribo y siento que la ternura y la intimidad que me unen al lenguaje en todas sus capas, su erotismo y su sentido del humor y su alma, me devuelven la persona que yo solía ser antes de que mi yo fuera nacionalizado y confiscado por el conflicto, por gobiernos y ejércitos, por la desesperanza y la tragedia.
Escribo. Me libero de una de las turbias cualidades distintivas del estado de guerra en el que vivo... la cualidad de ser un enemigo y sólo un enemigo. Hago lo posible por no escudarme, no cegarme ante la justicia que asiste al enemigo y su sufrimiento. Tampoco ante la tragedia y la tortuosidad de su propia vida. Sus errores y crímenes, la conciencia de lo que yo mismo le estoy haciendo. Tampoco ante las sorprendentes semejanzas que veo entre él y yo.
De repente ya no estoy condenado a esta dicotomía absoluta, falaz y asfixiante, a esta elección inhumana entre ser "víctima o agresor" sin tener una tercera alternativa más humana. Cuando escribo puedo ser un ser humano que fluye natural y vitalmente entre sus diferentes aspectos humanos, un ser humano con aspectos en los que se siente próximo al sufrimiento y a la justicia que asiste a sus enemigos, sin renunciar ni a una pizca de su propia identidad.
A veces, cuando escribo, puedo recordar lo que todos sentimos en Israel durante un momento en particular, cuando el avión del presidente egipcio Anwar Sadat aterrizó en Tel Aviv después de décadas de guerra entre las dos naciones: entonces, de pronto, descubrimos qué pesada era la carga que llevamos durante toda nuestras vidas... la carga de enemistad, miedo y sospecha. La carga de un estado de alerta permanente, la pesada carga de ser el enemigo en todo momento. Y qué placer fue sacarse por un momento la poderosa coraza de la sospecha, el odio y el estereotipo, un placer casi aterrador, erguirse desnudo, casi prístino y ver surgir un rostro humano de esa visión unidimensional con la que nos habíamos observado mutuamente durante años.
Escribo. Le doy a un mundo externo y extraño mis nombres más íntimos y privados. En cierto sentido, lo hago mío. En cierto sentido, dejo de sentirme exiliado y extraño para sentirme en casa. Con eso ya estoy haciendo un pequeño cambio en lo que antes me parecía inalterable. Además, cuando describo la hermética arbitrariedad que signa mi vida -la arbitrariedad humana, la arbitrariedad del destino-, de pronto descubro nuevos matices, sutilezas. Descubro que el solo hecho de escribir acerca de la arbitrariedad me permite cierta libertad de movimiento con respecto a ella. Que el solo hecho de enfrentarme con la arbitrariedad me concede libertad... tal vez la única libertad que un hombre pueda tener para defenderse de cualquier arbitrariedad: la libertad de expresar su tragedia con sus propias palabras.
Y también escribo sobre lo que no puede recuperarse. Y sobre lo inconsolable. Entonces, también, de una manera que aún me resulta inexplicable, las circunstancias de mi vida no se cierran sobre mí para paralizarme. Muchas veces, cada día, sentado ante mi mesa, toco el tema del dolor y de la pérdida como quien toca la electricidad con las manos desnudas, y sin embargo no muero. No entiendo cómo se produce este milagro. Tal vez cuando termine de escribir esta novela intente entenderlo. Todavía no. Es demasiado pronto.
Y escribo la vida de mi tierra, Israel. La tierra torturada, frenética, intoxicada por una sobredosis de historia, emociones excesivas que el ser humano no puede contener, excesivos extremos de logros y tragedias, ansiedad excesiva y sobriedad paralizante, memoria excesiva, esperanzas truncas, circunstancias de un destino único entre todas las naciones; una tierra cuya existencia parece a veces ser un relato de proporciones míticas, un relato "más grande que la vida" hasta el punto de desfasarse de la vida misma, una tierra cansada de la esperanza de tener alguna vez la vida normal de un país entre otros países, de ser una nación más entre otras naciones.
Nosotros, los escritores, pasamos a veces por momentos de desesperación y de automenosprecio. Nuestra tarea es esencialmente el trabajo de deconstruir la personalidad, de desarticular algunos de los más tortuosos mecanismos de defensa humanos. Voluntariamente, nos ocupamos de los más duros, feos y crudos materiales del alma. Nuestro trabajo nos obliga, una y otra vez, a reconocer nuestras limitaciones, como seres humanos y como artistas.
Y sin embargo, éste es el gran misterio, la gran alquimia de nuestras acciones: en cierto sentido, en cuanto aferramos la lapicera o tecleamos en la computadora, dejamos de ser víctimas indefensas de aquello que nos ha sometido y humillado antes de que empezáramos a escribir, ya sea nuestra situación o nuestras angustias privadas, la "historia oficial" de nuestro país o el destino mismo. Escribimos. El mundo no se cierra sobre nosotros. Qué suerte tenemos. El mundo no se hace cada vez más estrecho.
Por David Grossman
Traducción: Mirta Rosenberg
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