domingo, 6 de mayo de 2007
La conciencia de las palabras
Todas las cualidades que hacen de un escritor determinado valioso o admirable pueden situarse en la singularidad de su voz.
Pero esta singularidad, que se cultiva en privado y es el resultado de un largo aprendizaje en la reflexión y la soledad, es puesta a prueba sin cesar por el papel social que los escritores sienten que están llamados a desempeñar.
No pongo en duda el derecho del escritor a participar en el debate sobre asuntos públicos, a hacer causa común y ejercer la solidaridad con otros que le sean afines.
Tampoco arguyo que tal actividad arranque al escritor de ese espacio interior recluido, excéntrico donde la literatura se produce. Así ocurre con casi todas las otras actividades que constituyen la vida.
Pero una cosa es ofrecerse, movido por los imperativos de la conciencia o el interés, a participar, incitado, en el debate y en la acción públicas. Otra es producir opiniones –citas moralizantes– por encargo.
No: he estado allí, he hecho aquello. Si no: por esto, contra aquello.
Pero un escritor no debe ser una máquina de opiniones. Como lo formuló un poeta negro de mi país, cuando algunos compatriotas afroamericanos le reprocharon que no escribiera poemas sobre las humillaciones del racismo: “Un escritor no es una máquina de discos”.
La primera tarea de un escritor no es tener opiniones, sino decir la verdad... Y negarse a ser cómplice de mentiras e información errónea. La literatura es la casa del matiz y de la indocilidad a las voces de la simplificación. La tarea del escritor es que sea más difícil creer a los saqueadores mentales. La tarea del escritor es hacernos ver el mundo tal cual, lleno de muchas reivindicaciones diferentes y papeles y vivencias.
Es la tarea del escritor representar las realidades: las realidades abyectas y las realidades del éxtasis. La esencia de la sabiduría que suministra la literatura (la pluralidad de la realización literaria) es ayudarnos a entender que, ocurra lo que ocurra, algo más siempre está sucediendo.
Estoy obsesionada con ese “algo más”.
Estoy obsesionada con el conflicto de los derechos y de los valores que aprecio. Por ejemplo, que –a veces– decir la verdad no promueve la justicia. Que –a veces– la promoción de la justicia puede suponer la supresión de una buena parte de la verdad.
Muchos de los escritores más notables del siglo XX, en su actividad de voces públicas, fueron cómplices en la ocultación de la verdad para promover lo que consideraban (y eran, en muchos casos) causas justas.
Me parece que si tengo que elegir entre la verdad y la justicia –por supuesto, no quiero elegir– elijo la verdad.
Estas líneas pertenecen al ensayo “La conciencia de las palabras”, incluido en Al mismo tiempo, una recopilación póstuma de ensayos y conferencias que Mondadori distribuye por estos días en Buenos Aires.
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