martes, 22 de mayo de 2007

Pasolini: pasión, ideología y muerte

¿Por qué la vida y la obra del relevante creador italiano Pier Paolo Pasolini, asesinado en 1975, siguen siendo revisadas e investigadas en diversos escenarios culturales? Para el autor de esta nota, se trata del caso de “un hombre casi renacentista, dignísimo de la estirpe de los artistas-condottieri, de quienes exponían su propia integridad física a la fuerza incontenible de la aventurada creación”.


Por Roberto Raschella



"Su descontada muerte violenta no nos perturba, y tampoco nos conmueve ni nos emociona. Pasolini, hijo de la Italia del boom económico y del desarrollo anómalo, nunca dejó de renunciar a su euforia vital, expresada en auténticas noches de violencia psicológica y física, como era bastante sabido por todos y como ha sido confirmado por el hecho de su último encuentro... Lo que no aceptamos y rechazamos es al homosexual perverso como Pasolini, es decir a quien se hace no solamente apologista de las costumbres contra la historia (no hubiera existido el año 1975 si en la noche de los tiempos en lugar de Adán y Eva la tierra hubiera sido poblada por los Pasolini), sino que al servicio de su diversidad impone gracias al éxito y a la notoriedad su falsa ciencia, su falsa psicología, atreviéndose, por oportunismo comercial, hasta la ignominia de la propaganda política que en Italia agrega confusión a confusión...”. Así decía el 3 de noviembre de 1975 Nino Calarco, el director de La Gazzetta del Sud, periódico meridional de propiedad del senador neofascista Umberto Bonino.


Pasolini había sido asesinado un día antes. Su último artículo publicado en vida fue una Carta Luterana dirigida a Italo Calvino, y aparecido en Il Mondo el 30 de octubre de 1975. Quedaba también el testimonio de su mensaje al Congreso del Partido Radical. Resultaba casi notorio que una parte de la sociedad italiana se había “sacado de encima” a aquel personaje del arte y de la cultura más avanzada y arcaica a la vez en la Italia del siglo XX. Ciertas palabras poco inocentes expresadas en la diatriba inmediata al asesinato, que por otro lado no fue la única, resultan extrañamente significativas en su ambigüedad, porque no sabemos si son de crítica o de elogio: euforia vital, violencia, noches, diversidad, propaganda política, confusión. Una de ellas resulta a la postre la más ambigua en cuanto a algunas interpretaciones superficiales de la obra y la vida de este hombre casi renacentista, dignísimo de la estirpe de los artistas-condottieri, de quienes exponían su propia integridad física a la fuerza incontenible de la aventurada creación. Es la palabra diversidad. Aquello que para el periodista neofascista era marca casi absoluta de definición de la personalidad del poeta, es decir su diversidad, difícil de clasificar –porque ante todo Pasolini fue un gran poeta–, aparecía en los mismos días a otra luz, cuando Alberto Moravia, amigo dilecto en vida de Pier Paolo, decía: “... Pasolini no era solamente un homosexual, sino también un escritor-director de cine-comunista-periodista político-poeta-hombre de teatro. ¿Qué queremos decir con esto? Queremos decir que Pasolini ha muerto de un modo a tono no con su vida sino con los prejuicios y las convicciones de la sociedad italiana: es decir, no por su culpa sino por culpa de los otros. En otros términos, y para decirlo con claridad definitiva: Pelosi (el asesino aparente) y los otros como él han sido el brazo que mató a Pasolini, pero los mandantes del delito son una legión, prácticamente toda la sociedad italiana”.
Diverso era Pasolini –nunca los fascismos han aceptado la diversidad–, no sólo por sus hábitos de vida sino por una apasionante y apasionada experiencia artística, capaz de articular la espontaneidad del romanesco o del friulano con la altura eterna de la tradición dantesca y la tradición blasfema de Gioacchino Belli, el poeta romano del siglo XIX, que eligiera al Papa como preferido objeto de su genio irreverente, y a quien Pasolini imaginaba escuchando y registrando los endecasílabos naturales de los trasteverinos. Desde los primeros libros de poesía y los ensayos sobre la poesía popular italiana –recogidos primero en Poesía dialectal del Novecientos, en el Cancionero italiano y después en algunas secciones de Pasión e ideología–, desde el descubrimiento juvenil de Antonio Gramsci (1948-49), –se ha dicho que del Gramsci heroico de las conmovedoras Cartas desde la cárcel–, desde el “descubrimiento de Marx” –y es el título de una de las secciones de El ruiseñor de la Iglesia Católica–, desde las novelas del experimento lingüístico de base romanesca (Muchachos de la calle y Una vida violenta), desde las primeras películas, Accattone y Mamma Roma, filmadas luego de un largo trabajo de guionista –por ejemplo, en La larga noche del ’43, de Florestano Vancini–, Pasolini fue encontrando los más terribles ataques en los sectores más retrógrados de Italia, a veces, y por desgracia, sin distinción de matices políticos, a izquierda y derecha, entre clericales y extraparlamentarios: ataques casi siempre ligados a sus inclinaciones sexuales, pero de algún modo sujetos a la incomprensión de una actitud de inquebrantable intransigencia frente a toda forma de poder excesivo, de rigidez ideológica o de grosería estética.
Pasada la guerra, con el hermano Guido, militante del Partido de Acción, oscuramente muerto a manos de guerrilleros yugoslavos –sería el clima de su novela El sueño de una cosa, donde Eligio dice: “Viva nuestra hermosa bandera”, y “Las bellas banderas” sería el nombre de la columna que publicó en el semanario Vie Nuove entre 1960 y 1965-, Pasolini fue militante comunista, participando por ejemplo como tal del congreso de partidarios de la paz en París y en Hungría, y activando en la investigación de la tradición y la lengua del Friuli, hasta su expulsión del partido por un fatídico episodio de escándalo sexual en el mes de octubre de 1949. Así, debió abandonar el Friuli, tierra de sus padres. En esos años juveniles, grande era la admiración de Pasolini por Antonio Machado, notoria ante todo en Poesías en Casarsa (1941-43) –Casarsa, “pueblo de cabras”–, allí donde la Dedicatoria dice, en un aflorar de algunos locus típicos del poeta español: “Fuente de agua de mi pueblo. No hay agua más fresca que en mi pueblo. Fuente de rústico amor”. De todo ese periodo tumultuoso y trágico, habrá en su obra hasta mucho tiempo después, durante toda la vida, ecos, elaborados y poéticos, como sucedería en el preguión de San Pablo, donde se lee que París “es uno de esos lugares, tan familiares a nuestra memoria aterrorizada y a nuestros sueños, en los que entre el ’38 y el ’45 sucedían los fusilamientos”. En La divina mimesis, mientras tanto, “Él caminaba decidido, dispuesto, y yo lo seguía; también yo, ahora, tenía el paso de un partisano que va hacia los montes” Y naturalmente, no hablemos de Los 120 días de Sodoma, su película póstuma, expuesta también post mortem a las tropelías de la censura y de los bien pensantes. Pero nunca escribiría o filmaría en el tono de la crónica o de la pura reminiscencia autobiográfica.
Amor al Friuli el suyo, también amor escrito al hermano muerto en Los turcos en Friuli, donde Meni Colús parece ser su mismísima encarnación, cuando dice ante el ataque inminente de los turcos: “Moriremos todos. Todos muertos en esta tierra helada y negra. Nadie que nos recuerde. Nadie que nos llore. Nadie que vaya a llevarnos flores a la tumba. No moriremos como nuestros viejos: sino oscuridad, tinieblas, hielo, la nada. La nada por siglos infinitos. Ahoguemos este pensamiento, por lo menos, ingeniándonos de algún modo, hasta actuando como locos; hacer algo, muchachos; morir, si fuera necesario, pero una muerte de hombres, una muerte rabiosa, una muerte sin pensamientos”.


Un padre fascista, un padre errante: en el sarcasmo del personaje de Muchachos de la calle, se dice: “Pero cuando lleguemos a grandes, matamos a nuestro padre”. La figura de Edipo, que en Edipo Rey será definido por el propio Pasolini como una “metáfora de escandalosa diversidad”, ya aparece en la misma novela, cuando alguien camina “rengueando por el mal de los pies que estaban hinchados por la caminata”.
Una madre amorosa, una madre afincada, que lo acompañaría hasta el último de sus días –ella es la María del Evangelio según Mateo–: “Eres insustituible. Por eso, la vida - que me has dado está condenada a la soledad. (...) Porque el alma está en ti, eres tú, pero tú eres - mi madre y tu amor es mi esclavitud. (...) Te suplico, ah, te suplico: no te mueras - Estoy aquí, solo, contigo, en un futuro abril”: así le escribiría Pasolini a Susanna la madre en la Súplica a la madre (Poesía en forma de rosa, de 1964). Pero ya en aquella época del Friuli aparecía la identificación con Cristo, poderoso leitmotiv de toda su obra: “¿Por qué Cristo fue EXPUESTO en la cruz?- Oh golpe del corazón en el desnudo - cuerpo del jovencito... atroz ofensa a su crudo pudor... -¡El sol y las miradas! La voz extrema - le pidió perdón a Dios -con un sollozo de vergüenza - ardiendo en el cielo sin sonido, - entre pupilas frescas y fastidiadas - de Él: muerte, sexo y picota” (El ruiseñor de la Iglesia Católica, de 1958). Pero Cristo es también Accattone y lo es el protagonista de Mamma Roma y el miserable de La ricotta. Ya por entonces, sus maestros reconocidos, sus “descubridores”, eran Roberto Longhi (que le diera “la fulguración figurativa”, enseñándole a Masaccio y a Musolino, y a quien le dedicaría Accattone), el pintor Giuseppe Zigaina, cercano siempre en el tiempo al extremo de llegar a decir respecto de Teorema: “figurativamente... el paisaje que, con la mediación de Zigaina, está todo inventado”. También Gianfranco Contini, el propio Eugenio Montale. Y en Roma, “esta nueva Casarsa”, en los primeros años allí, duros, míseros, pero también iluminadores, estaría tantas veces en su casa Carlo Emilio Gadda (el “Joyce italiano”, según el propio Pasolini), acaso su más inmediato modelo en la búsqueda de las hibridaciones lingüísticas, ocupado también en la búsqueda de la jerga romanesca para su magistral Quer Pasticciaccio Brutto di Via Merulana. Y así como Pavese, años antes, en pleno fascismo, había encontrado efímera e imposible salvación en el mito de las colinas y del primo lejano en los mares del Sur, Pasolini se ensimismaría en la belleza aterradora de las borgate, todavía sometidas a las privaciones de la postguerra, a las rapiñas, a las luchas por el techo. Recordemos cómo la crónica de la crisis edilicia daría al cine de Vittorio De Sica la oportunidad de una de sus últimas películas ligadas a la poética del neorrealismo, justamente con ese simple título, El techo. Belleza de una condición sublimada, belleza de una lengua oculta: es en las calles donde estarán los grandes nuevos descubrimientos, inducidos por una voluntad poético-ideológica. En El método de trabajo, que es parte del apéndice de Muchachos de la calle, decía Pasolini: “Para mí, no existe un método exterior de trabajo: el método es únicamente estilístico, y por lo tanto interior”. (...) A menudo, si me siguieran, me sorprenderían en alguna pizzería de Torpignattara, de la Borgata Alessandrina, de Torre Maura o de Pietralata, mientras anoto en una hoja modos idiomáticos, puntas expresivas o vivaces, léxicos jergales tomados de primera mano de las bocas de los ‘parlantes’, a quienes hago hablar ex profeso. (...)... tengo en la Maranella un amigo, Sergio Citti, pintor, que hasta ahora nunca me ha fallado en mis preguntas, también más sutiles. Existe también una pasión genérica en mí: en ese caso, anoto por mi cuenta, hasta a ocultas, ‘fulgurado’ por alguna repentina e ignota forma del patrimonio. Se trata en ese caso de material de reserva, que para todo provecho pongo aparte, de modo de no tener que bajar a la Maranella si se me presenta la citada necesidad expresiva. En el fondo del cartapacio de la novela tengo un buen montón de páginas de modos idiomáticos, un tesoro lexical”. Y más adelante: “Agradezco a los ragazzi di vita que, directa o indirectamente, me han ayudado a escribir este libro, y en particular, con verdadera gratitud, a Sergio Citti. (...) Su demonio recorre Muchachos de la calle y Una vida violenta”. Y después, también le agradece a Ninetto Davoli, el maravilloso protagonista de Pajarracos y pajaritos, “por su contribución lingüística involuntaria y por su alegría”. Finalmente, en el mismo texto, agrega, refiriéndose a la conciencia de esta operación: “La diferencia es que esta operación conscientemente política, en el hombre de partido prevé o prepara la acción: en mí, escritor, no puede sino volverse mimesis lingüística, testimonio, denuncia, organización interior de la estructura narrativa según una ideología marxista, luz interior. Pero nunca literatura de acompañamiento de la acción, edificante, perspectivista. El optimismo, la esperanza apriorística son siempre datos superficiales: yo sé bien que la Libertad y la Justicia no significan la felicidad de la plenitud moral: y sería un engaño prometer esta última como un corolario, un resultado mecánico del cambio de las estructuras”.
Estas palabras explican en buena parte la incomodidad, antipatía y aun odio que Pasolini provocaba en sectores del poder, algunos acaso bien inspirados en el plano de las luchas materiales, pero que no podían entender su libertad de criterio, su independencia frente a las orientaciones tradicionales de la cultura: por un lado, Pasolini era un crítico “constructivo” del neorrealismo más ortodoxo –aquél teorizado por Cesare Zavattini y que encontraría muy pocas expresiones genuinas en el terreno objetivo de las realizaciones–, sin dejar de aprovechar principios de método, por ejemplo en la necesidad de la encuesta sociológica previa a la composición. Por otro, se enfrentaba a quienes oficiaban de algún modo como vanguardias en la Italia de los años sesenta: véase al respecto la polémica con el grupo 63, encabezado por Edoardo Sanguinetti. También, por qué no, posteriormente, en la misma línea de oposición, debe tenerse en cuenta su sentido de la obra teatral, “teatro de la palabra” para él, ajeno a las experiencias del gesto y la pura puesta. En este doble sentido, fue fundamental su trabajo crítico en la revista Officina, junto a Leonetti, Roversi y Fortini, entre otros. Tampoco dejaría de recibir extrañamente las críticas de algunos representantes partidarios de la izquierda, hasta en aspectos tan puntuales como el de la operación dialectal, Carlo Salinari por ejemplo. Y decimos extrañamente, porque pensamos que una de las medidas “culturales” del fascismo en el poder había sido justamente la prohibición de usar los dialectos.
Para Pasolini, en el tránsito del Friuli a Roma, el dialecto fue conformándose como un elemento fundamental, instrumento del discurso libre indirecto, en una experiencia que después trasladaría al cine, no sin propios cuestionamientos enriquecedores. Ya en las páginas de Empirismo herético, al referirse a Dante, y específicamente a Vanni Fucci, señalaba Pasolini la contaminación entre lengua culta y jerga de la mala vida, y extendía después el concepto a la experiencia del citado Belli, con su “libertad de canto en la blasfemia”. Tuvo también una gran claridad sobre la autonomía del arte, algo que, en el fondo, supone siempre su valor más constante en el plano de la expresión y del significado (“todo estilo es un juicio”), permitiéndose así desarrollar principios tales como la concreción de la estructura real de la novela en el campo lingüístico, o el de la obra poética como transgresión del código.


Pero el mito de los años sesenta se iría enrareciendo, en el clima del neocapitalismo y de la crisis del llamado socialismo real. Aquella vida marginal de los barrios periféricos, a los que Pasolini agregaba en íntima simbiosis los países del tercer Mundo, propuestos todos como modelo de un nuevo orden de relaciones humanas, se derrumbó frente a la realidad fáctica, coincidiendo con su mayor dedicación al cine y a la polémica pública, en el virtual abandono de la poesía. Así como en los primeros años, cada experiencia poética o narrativa iba acompañada de un filme –como fue el caso de Accattone y La religión de mi tiempo, por no hablar de la conexión esencial entre las novelas romanas y Accattone –con su “léxico neorrealista y su sintaxis lírica”– o Mamma Roma- a partir de Transhumanar y organizar, su libro de poesía más experimental y audaz en la forma y en la mezcla de estilos y de géneros, Pasolini se convertiría en el verdadero profeta de la crisis social y cultural italiana, asumiendo de modo creciente el papel de censor, cada vez más violento y amargo, paradójico a veces, desconcertante otras, pero nunca arbitrario o poco coherente. Al respecto, y entre otras cosas, la reescritura de La mejor juventud, publicada con el nombre de La nueva juventud (1975), ofrece interesantes aspectos de posible análisis en el cotejo con la versión original. El tono esperanzado aunque siempre crítico de sus intervenciones en Vie Nuove –con la que había roto en 1965–, será ahora la columna El caos, publicada en la revista Tempo entre agosto de 1968 y enero de 1970, hasta llegar a las páginas finales de vida, como la recopilación de textos de los “Escritos corsarios”, o las “Cartas luteranas”, de Il Mondo y el Corriere della sera, innovadoras y revulsivas, a veces feroces. “Un profeta sólo es despreciado en su patria y en su casa”, leemos en El Evangelio según Mateo. Así sucedió con él, como si fuera una significativa metáfora de vida estrechamente unida a su identificación creadora con los símbolos y los valores del cristianismo original, tal como sucedía también en cuanto al marxismo: él quería la Iglesia del Evangelio y el marxismo “no como Iglesia, sino como Evangelio”.
En el fondo, era esa operación poético-ideológica profunda la que podía llevarlo a las explosiones verbales más densas de significado, hasta en el simple título de un poema, como en el caso de El llanto de la excavadora, incluido en Las cenizas de Gramsci, aunque también hay un Llanto de la rosa, en El ruiseñor de la Iglesia Católica, o líneas de Los turcos en Friuli, cuando se dice, por ejemplo: “Todo arde, todo muere, todo es luz”. En la compleja trama de su particular síntesis de cristianismo y marxismo, también la figura de la abjuración, de reminiscencias medioevales, debía aparecer, y fue después de la Trilogía de la vida –Los cuentos de Canterbury, Las mil y una noches y Decamerón–, donde los valores del erotismo y del goce juvenil quedan inmersos en las atrevidas representaciones de mundos distantes en el tiempo o en el espacio, acaso una búsqueda desesperada de la felicidad fuera del mundo contemporáneo. Una abjuración unida a la figura de la humillación, recurrente también en su obra, tal como aparece en el preguión de San Pablo y en El ruiseñor de la Iglesia Católica.
Es cierto que una juvenil autopredicción parecía acompañarlo durante toda su vida, como si el destino de muerte prematura fuera un deseo o una fatalidad de eterno hijo abandonado por el padre. En La mejor juventud, un poema, El día de mi muerte, dice: “En una ciudad, Trieste o Udine - por una avenida de tilos, - en primavera, cuando las hojas - cambian de color, - yo caeré muerto - bajo el sol - que arde - dorado y alto - y cerraré los párpados, - dejando el cielo a su esplendor. // Bajo un tilo tibio de verde - caeré en la negrura - de mi muerte que disipa - los tilos y el sol. - Los bellos jovencitos - correrán en aquella luz - que apenas he perdido, - escapando de las escuelas - con los rizos en la frente. // Todavía seré joven - con una camisa clara - y los dulces cabellos que llueven - sobre el amargo polvo. - Estaré todavía caliente - y un niño corriendo por el asfalto - tibio de la avenida - me posará una mano - sobre el regazo de cristal”. Y de sus últimos años de vida, otro poema, dedicado a Ninetto Davoli –otro abandono– parece anticipar extrañamente cierta escena, desde lo ya vivido: la escena de su muerte. En realidad, él, era “una fuerza del pasado”, como dice en La ricotta el director encarnado por Orson Welles, y la idea aparece una y otra vez; así, en Pílades: el pasado es “lo único que nosotros conocemos y amamos realmente”. Sin embargo, nada puede asegurar que Pasolini deseara o buscara esa muerte, otra muerte tampoco. Muchos testimonios de amigos y colaboradores insisten en que, por el contrario, quería un final distinto de su vida, pacífico, “en familia”, como si volviera a la Bologna y al Friuli de la juventud. También están allí sus trabajos inconclusos, no revisados o apenas pensados: la monumental y caótica Petróleo, el guión de San Pablo, que no llegó al cine –y debe aclararse que para Pasolini el guión cinematográfico siempre tuvo una dignidad propia, en cuanto “signo que expresa significados de una estructura en movimiento, de una estructura dotada de la voluntad de convertirse en otra estructura”, según sus propias palabras. Así, no es casual que el criterio de contaminación, siempre más presente en su cine que en su narrativa, brotara violentamente, ya como idea de estructura, en Petróleo.
Después de su muerte, se han escrito infinidad de trabajos e investigaciones sobre su obra y su vida, de parte de quienes lo conocieron personalmente y aun compartieron con él experiencias, justamente de vida y de arte –otros lo admiraron desde lejos–. Laura Betti y Sergi Citti han muerto en la locura o en la pobreza. El asesino en libertad dice que él no mató. A treinta años de su brutal exterminio, queremos recordar las palabras finales de Dario Bellezza en Muerte de Pasolini: “Las fotografías que lo reproducen cadáver, en el fango resbaladizo del Idroescalo, testimonian en su rostro desfigurado, este grito destinado a durar en la memoria de quien lo conoció, aunque ese mismo grito contradice lo que escribió en ocasión de su visita a la ciudadela de Asís, en el féretro de Don Andrea, reproduciéndolo en su columna El caos: ‘Porque lo que interesa es la inalcanzable santidad... Y lo que solamente tiene valor es este silencio de la muerte, así, más real que toda obediencia y toda desobediencia’ “.
¿Habrá sido ése un grito semejante al de Teorema, es decir “un grito dentro del cual resuena pura la desesperación”? Sin embargo, lo más importante, es acaso cuanto decía en el Congreso de los jóvenes radicales: “... ustedes no deben hacer otra cosa, creo, que seguir simplemente siendo ustedes mismos: lo que significa ser continuamente irreconocibles. Olvidar rápidamente los grandes éxitos: y seguir imperturbables, obstinados, eternamente contrarios, pretendiendo, queriendo identificarse con lo diverso, escandalizando, blasfemando”.

Tomado de El Arca del Nuevo Siglo Nº 57

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